miércoles, 17 de septiembre de 2008



Los impertinentes

Por el adarve

correríamos

hasta el oriente

del gran árbol

donde un ángel ardiente

temblaría de amor

si lo mirases.

Antonio Ferres

Los personajes están hechos con impertinencia, o dicho de otro modo no tienen otro propósito en la vida más que desagradar a los que los rodean. Siempre piden cosas fuera de todo sentido común, y son reconocidos por un humor desazonado y displicente. La importunidad molesta y enfadosa es característica de estos enfermos. El mínimo cuidado de las cosas forma parte de su curiosidad y susceptibilidad. No se perturban en la impenetración con otros seres idénticos. La gracia solicitada es acompañada de ruegos, encarecimiento y ahínco. Lo imperturbable corresponde a lo impertérrito porque no se les infunde fácilmente terror, y nadie puede intimidarlos. También emplean la violencia verbal y la precipitación en cada uno de sus actos. Por supuesto no tienen piedad como seres impígeros que no se pueden aplacar o templar. La indiscreción, el disparate, la desvergüenza, el descaro, la necedad, el desatino, y la falta de respeto corresponden a las líneas centrales de su proyecto de vida.

Por cuestiones meramente profesionales tuve que investigar acerca de estos sujetos que rodeaban mi existencia casi las horas completas de mi trabajo. Tanto por las conversaciones que escuchaba cada mañana, como por los temas elegidos en las reuniones oficiales, ellos acostumbraban meter la pata y abrir más las heridas de las débiles relaciones humanas. Fuese lo que fuese seguían acosándome de lunes a viernes, puntualmente con agresiones verbales o mentiras piadosas de mal gusto. Gané el empleo porque nadie aceptaba el papel de asistenta de todo y de nada. Alrededor de las nueve de la mañana comenzaba a recoger los papeles de los cestos de basura. Luego revisaba los rincones de las habitaciones; pasaba la escoba debajo de los escritorios y limpiaba atentamente los aparatos de computación.

Cada quien tenía su línea de Internet. Frente a las pantallas seguían la información que llegaba de varias partes del mundo. A las once de la mañana terminaba y oliendo a sudor me sentaba en el sillón de las visitas a contemplar a todo el personal que atacaba las teclas de sus organizadores electrónicos. Yo miraba un lugar indeterminado del techo del edificio para desayunar libremente sin tener que hablar con alguno de ellos, que contemplaban respetuosamente los monitores. El olor de mis bocadillos inundaba el recinto, al mismo tiempo servía café en una taza.

Por aquellos días comía bastante y no me importaba la multiplicación de calorías en mi cuerpo. La rutina pesada de limpiar las instalaciones me hacía estar siempre hambrienta. El salario era bastante precario, pero la situación actual no permitía elegir. Casi pude terminar una carrera universitaria. Al final decidí abandonarla por la inefable sensación de transformarse en un catedrático semejante a los que se asistían en los salones de clase.

Nunca quedé embelesada por descubrir a un verdadero mentor. Deserté en el último semestre, y acepté lo que me daba el destino. Muchas veces imaginaba que yo iba a elegir todo en la vida. Sin embargo es todo lo contrario, las cosas te seleccionan como en la naturaleza. Deseaba estar conmigo misma, tranquila y entonces acepté sin protestar contra mi voluntad, vivir en paz con todos mis semejantes. Esta decisión le concedió categoría a mi personalidad y con cara de aburrición dejaba que las horas transcurrieran hasta la salida. Vivía en paz correspondiendo al todo descuidado de mi envestidura.

Sólo una vez en la oficina ocurrió que el director me pidió que entrara a su despacho. Me dijo que yo contaba con él en todo y por todo; consideraba tratarme como su amiga y no una simple empleada. Yo dejé que se explayara. Iba vestida de negro. Entornó los ojos invitándome a sentarme delante de su escritorio. Presurosa e impaciente crucé las piernas. Los ojos del director volaron hacia el centro de mi entrepierna. La falda corta enseñaba el color de mi carne. Todo aquel hombre lo hacía con rapidez y con expresión de curiosidad y asombro. Al principio creí que no parecía darse cuenta de mi presencia. Al llegar el olor de mi sudor a sus narices desapareció la expresión seria en su rostro y me concedió mi papel de persona. Al volver a observar mis rodillas y alzar la vista, me dijo:

—Señorita, el olor de sus bocadillos invade todas las habitaciones, y esto no es bueno. Hay inquietud entre el personal. Le recomiendo tomar el desayuno en el cuarto de servicio. Allí no molestará a nadie. Yo le confieso que me agrada el olor de su persona.

—Pues abran las ventanas— repuse

—En el verano lo podemos hacer, pero en el invierno será una misión imposible.

—Entonces no me queda más que tomar el desayuno en forma solitaria— intervine resignada.

—Creo que es lo mejor para todos. Se me ocurre que si quiere puede venir a mi oficina a tomar sus sagrados alimentos y de esta forma me acompaña en mis instantes de reflexión.

Entre suspiros miraba haciéndosele agua la boca mis piernas y calculaba el tamaño de mis pechos. Yo había recibido un nulo trato por parte del personal, y me agradó escuchar esta propuesta del director. Mi trato con los hombres estaba definido por dos o tres novios que intentaron seducirme en las horas libres de la Facultad de Derecho. Me impresionó la intensidad del color y la brillantez de los ojos del director. Era un resplandor misterioso por su fuerza seductora. El bocadillo se revolvía en mi estómago, y acepté que a partir de aquel día participaría en una complicidad repugnante. No sé si fuera la idea de obtener un poco más de mi salario, y vencida por la reveladora advertencia entré en el espacio de la insultante bajeza de mostrarle cada jornada laboral el esplendor de mi pubis angelical.

Era una situación nueva en mi existencia. El descubrimiento del sexo encauzaba la curiosidad del director, quien cada fin de semana me invitaba a comer a uno de los mejores restaurantes de la ciudad, con la única condición que me rociara con el perfume francés que me regaló el día de mi cumpleaños. Me pidió, antes de abrir la botellita, que le prometiera usarlo diariamente. Después cada mes me llevaba a una tienda de ropa a comprar ropa interior que él elegía a su gusto. Le gustaban los colores negro y rojo, y a mi particularmente el negro. Coincidimos en este punto. En cuanto a la sinceridad éramos totalmente opuestos. Mi aversión a la mentira fue todo lo contrario a los movimientos de sus ojos y la reveladora repugnancia de sus miradas.

Todos los días desayunaba en el despacho del director. Delante de mí veía en el monitor diversos programas de Internet. Esta actividad era interesante para él y una mañana me imprimió un manual de relaciones sexuales. Me pidió que lo estudiara. Se trata de un libro que utilizaba los estudiantes de secundaria en España. Aprendí de inmediato que es mejor el sexo oral antes que ser penetrada y obtener premio de embarazo o el reintegro de una enfermedad venérea y sencillos herpes. Fue un aprendizaje en mi modo de pensar sobre las relaciones sexuales. También pasaba el tiempo en ver pornografía. Las actividades iban tranquilamente en mi existencia porque cumplía con todos sus deseos, menos el de la penetración. Los ojos le saltaban rojos de deseo cuando seguía cada uno de mis movimientos que exhibían la ropa interior con encajes.

A las doce del día finalizaba la exhibición y daba inicio el recibimiento de personajes que trataban asuntos relacionados con la labor de difusión cultural de esta dependencia del gobierno estatal. Pese a tener el rango elevado, el director poseía la franqueza de fingir amistad con todo el personal; se rodeó de dos ayudantes que al principio eran indiferentes a sus pensamientos y características de refinado y presumido caballero. Con ellos se reunía a inventar los planes y programas de actividades relacionadas con el mundo artístico de proyección internacional.

Llevaría yo casi seis meses en esta rutina cuando el director me mandó a llamar a la una de la tarde a su despacho. Se notaba un poco trastornado. Al arreglarse el nudo de la corbata reparó en mi presencia, y avergonzado pidió disculpas por llamarme, y turbado por la emoción casi gritó que había descubierto un programa en Internet para poder hipnotizar a las mujeres y hacer uso sexualmente de ellas sin que se dieran cuenta. Imprimió una copia de las instrucciones, y sugirió que estudiara todos los puntos. Sin darse prisa acomodó las hojas en una carpeta, y dijo:

—Me cuesta trabajo creer en este tipo de manuales. A lo mejor resulta y podemos llegar a tener relaciones completas. Reconozco que no quiero hacer nada contra tu voluntad.

—Así es mejor. Me agradan las cosas claras que no permitan la confusión. En esta relación yo obedezco a mi director.

Me sentí cansada ya de sus insinuaciones y torpes maniobras. Tenía ganas de acostarme a dormir muchas horas. Saqué fuerzas de las profundidades de mi ser, y en lugar de llorar, reí con ganas sin darme cuenta que mis carcajadas ofendían el machismo del director.

Resonó su peculiar risotada de hiena en celo, y abrió sus enormes labios:

—Creo que hace falta ventilación en mi oficina. Tu olor es tan fuerte que el perfume no puede acabar con él. Necesitas bañarte todos los días.

No tuve tiempo de responder para no estallar. La expresión de su ironía reflejaba la rabia de juzgarme físicamente superior en mis tareas cotidianas de limpiar las habitaciones; barrer y sacar la basura que echaban en todos lados como si se tratara de un vertedero general. Por fortuna, a veces, descubría algunas monedas o billetes de mínimas cantidades. Mi contestación fue una mueca de poderío en mis brazos y piernas. Mi conciencia de saberme más fuerte logró borrar mi papel de asistenta. Yo tenía hasta este momento poco que ver con los hombres, me sentía mejor rodeada de mujeres.

A partir de aquel día, el director agregó otras instrucciones, entre las cuales sobresalía el hecho de llevar correspondencia particular al Ministerio de Cultura. Esta actividad resultó agradable porque me permitía caminar por las calles céntricas de la ciudad. Iba por las avenidas y miraba constantemente las vitrinas y paradores de los negocios de ropa, enseres domésticos y aparatos electrónicos. Pasaba por la perfumería principal y solicitaba prototipos gratis de fragancias para caballeros. Las muestras de mi capacidad fueron reconocidas por las secretarias del alto dignatario; ellas firmaban de acuse de recibo, atendían mis conversaciones y respondían a mis cariñosos saludos.

Todas las mañanas me apuraba en limpiar bien los escritorios y barría los pisos; después pasaba el trapo mojado para recoger los últimos vestigios de polvo. Por su parte, los dos asesores del director escupían los chicles en el pavimento y todavía con las suelas de sus zapatos los aplastaban con la finalidad de que se pegaran más. Sin avergonzarme me encuclillaba a raspar las costras, y ellos alargaban la vista en cada movimiento de mis piernas. Hasta en la espalda sentía sus miradas penetrantes, llenas de turbación.

Me salía sin decir nada, suscitaba todo tipo de comentarios que hacían en voz baja. Regresaba a recoger los pocillos y platos sucios que transportaba al cuarto de servicio. Allí se amontonaban los trastos que organizaba a mi manera. Primero les quitaba la basura como restos de comida o residuos de cigarrillos. Segundo acomodaba los platos de un lado, los pocillos en otro, los vasos y cucharas en el sitio correspondiente. Tercero los enjabonaba con suficiente detergente. Cuarto abría el chorro de agua. Quinto los remojaba y con mis manos acariciaba. Al final acomodaba cada traste en un costado del lavadero. Con un pedazo de tela limpia los secaba.

Mi lucha diaria era contra la suciedad. El buen humor me quitaba las ganas de hablar y necesitaba cantar. Tras meditar un poco mejor silbaba las canciones de moda. Aquella vez descubrí que cuando se sentaron los ayudantes del director, frente a los monitores en las pantallas fueron moviéndose los cuerpos desnudos de varios hombres. Ambos reían al contemplar el tamaño de sus miembros, ignoraron mi presencia y estrujaron entre sus dedos cada quien sobre las respectivas braguetas de los pantalones. Yo imaginé que era por el intenso calor del verano, pero el viento helado que entraba por las ventanas me hizo comprender que se aproximaban las fiestas de Navidad.

Cuatro días después, el último día de la semana, al entrar a limpiar con la misma decisión de siempre, los tres gozaban al elegir las ofertas en Internet de vibradores de varios tamaños. En los colores de la pantalla destacaban los artefactos de color marfil. De reojo contemplé las diferentes medidas. Había desde pequeños hasta los enormes de cincuenta centímetros. Entre bromas hacían gestos de placer. ¡Que felicidad sentir que te apuñalan por atrás! Gritaban en broma, a pesar de estar yo presente. Con aire de complicidad, el director me preguntó:

—¿Y a ti te compramos?

Moví los hombros y seguí en la recolección de basura

—Bueno, hablemos de tu regalo de Navidad. Pienso que debes elegirlo antes de salir de vacaciones.

Transcurrieron los minutos, mientras yo salía y entraba con la escoba y los trapos, llevaba los trastos sucios y regresaba con ellos relucientes de limpios. Ellos continuaban con al diversión de todas las mañanas. Me consideraban un ser inferior, no obstante les demostraba que era más fuerte que cualquiera de ellos. Aunque estaba completamente segura de mi fortaleza, temblaba al sentir las miradas de provocación y lujuria. Rehuían las constantes provocaciones y amenazas, y prefería cumplir lo mejor posible con mi trabajo.

Al mediodía iba por las calles a llevar los papeles de proyectos, discursos y oficios a firmar por el Ministro. Era la felicidad porque prefería ir a saludar a mis amigas, las hermosas secretarias que recibían la documentación. Con ellas pasaba las horas alegremente y hablábamos entre mujeres sobre temas relacionados con el amor. A partir del primer día decidí aceptar las invitaciones de la asesora del Ministro. Desde el principio me aceptó como con los ojos cerrados, posiblemente le gustó el olor de mi sudor. Aprovechaba todos los instantes para tomarme las manos, y sus dedos suaves y delicados acariciaban la callosidad de mis yemas. Yo me sentía agraciada por aquella mujer admirable y reconocí su belleza de muñeca de porcelana.

Fue un enamoramiento verdadero. No necesitamos de las palabras, casi la relación se llevó a cabo por el intercambio de miradas, de besos de despedida en las mejillas y los discretos apretones de sus tiernas manos. La piel delicada despertó en mis adentros el amor hacia la joven inteligente, honesta y trabajadora que firmaba el acuse de recibo del Ministro. Mis ojos enrojecieron la ocasión en que me suplicó que ya no trabajara tanto, y pensara un poco en divertirnos juntas. Ella aprovechaba todas mis visitas para contarme algún sueño que era divino cada día. Me suplicaba que guardara siempre el secreto de sus confesiones.

—Me alegro de verte de nuevo. No sé qué voy a hacer ahora que salgamos de vacaciones. Pienso que iré a buscarte a donde vives. No puedo dejar de pensar en ti ni siquiera los sábados y domingos. Tal vez el periodo de vacaciones podríamos salir a algún lado, por ejemplo pasar unos días a la orilla del mar.

Me besó de nuevo en las mejillas, y las palabras penetraron en mis oídos sin ningún tipo de obstáculo. Lo peor de todo era que las demás secretarias contemplaban mi salida de la oficina de la frágil mujer. Ella tenía un despacho privado antes de la antesala del Ministro. Posiblemente olían mi sudor, y perturbadas bajaban la vista ante mis pasos que se dirigían hacia la calle. Presentí la desfachatez de mi actitud, y me temblaron los labios al despedirme de las mujeres. Era extraña esta indignación, me esforcé en engañarlas y recurrí a halagarlas con piropos de admiración.

Confieso que no tenía otra alternativa debido al llamado de mi corazón. A la semana siguiente anduve de mal humor, y hablaba consigo misma sin importarme la presencia de los demás. Era urgente poner las cosas en su lugar antes de que sucediera algo inesperado. Recorría las habitaciones en búsqueda de basura, y llegaba a la oficina del director. La piedad y la compasión se unieron en mi pensamiento al ver al trío que estaba sumergido en las escenas del Internet que mostraban relaciones sexuales entre hombres y niños. Practicaba la rutina de limpiar perfectamente y con expresión de mansedumbre, le pregunté al director si tenía correspondencia para el Ministerio.

No cabía duda de la transformación, un poco turbado me señaló encima del escritorio el sobre con los papeles que requerían la firma de autorización. Conseguí ordenar mis ideas, y como si nada no dije una palabra al localizar las manos de ellos que apretaban sus estiletes de carne. Miré hacia la puerta mientras el director susurraba algo así como que cuando regreses vienes a limpiar nuestros salivazazos. No olvidaré jamás la resignación de tener que someterme a tantas bajezas en la vida. Pero salí llena de felicidad por poder llegar lo más pronto posible a contemplar a mi muñequita de porcelana.

Por haber salido tan rápido olvidé mi abrigo, y mi prematura desesperación logró rechazar el peso del frío de diciembre. No es difícil explicar la exaltación de las secretarias a verme llegar casi desnuda, y principalmente de la jefa de ellas. De inmediato abrió la puerta y me cubrió con sus pequeños brazos. Al sentirme protegida sentí llegar a mi corazón la sangre de mí alejada juventud. En la antesala del Ministro me acomodó en el sofá de visitas, alargó mis piernas y colocó mi cabeza sobre una almohada. Después me puso encima su perfumado abrigo, y dijo:

—No te preocupes. Estamos solas. El Ministro está en una reunión en la Casa de Gobierno. No vendrá hasta mañana. Tenemos todo el espacio para nosotras, y ellas deben cumplir con sus instrucciones de terminar un informe anual.

Bajó la cabeza y con los ojos brillantes fue secando mi cabello humedecido por el frío de la calle. Al mismo tiempo su otra mano descendía por mi entrepierna para situar el objeto de su deseo. Mi falda estaba abierta. De manera fugaz me besó varias veces; escuchaba el ritmo de su respiración que comenzaba a agitarse a ratos en forma violenta. Su aliento penetraba hasta los huesos de mi esqueleto. La voz entrecortada expresaba sensaciones como si delirara. La estreché fuertemente entre mis brazos, y me abandoné a sus instintos pasionales.

Aquellas vacaciones fueron las mejores de mi vida. Estuvimos dos semanas encerradas en una casa en la playa. Despertábamos con el sol esplendoroso y de inmediato íbamos a tomar el baño. Las olas nos sacudían y masajeaban. Nuestros cuerpos vigorosos eran dorados por los rayos solares. Ella desfallecía al atardecer y se quedaba dormida en una hermosa siesta. Por las noches manejaba su coche para llevarme a cenar a los mejores restaurantes de la costa. El tiempo dejó de existir y nos dejamos caer en el torbellino del amor.

En total quince días de placer y goce de la naturaleza. Vivimos intensamente sin suplicar nada, sólo contemplándonos desnudas a la orilla del mar, cubriéndonos los cuerpos de arena, y sepultándonos entre las olas. La espuma blanca lavaba a mi muñequita de porcelana. Una persona de verdad tan frágil como el vidrio o el papel que se lleva el viento. Las conversaciones eran tan agradables, hicimos infinidad de planes. Tanta felicidad llegó a preocuparme al reflexionar que era demasiada, y sobre la forma que la había encontrado. Fue como un milagro que me colocaba el destino.

Pensé que no duraría mucho, según el pronóstico, el tiempo podía cambiar de golpe, y el cielo se llenaría de nubes negras. Antes de que llegara la tormenta regresamos a la ciudad. Me dejó a la entrada de mi departamento, un cuartucho con baño, una estrecha cocina y objetos inservibles. Me deseó un feliz año nuevo, y se despidió diciéndome que en la semana siguiente nos veríamos como de costumbre, en la antesala del Ministro. En la cama individual me tendí sin quitarme la ropa, y quedé profundamente dormida. Al amanecer el canto de los pájaros me hizo sentir que todo era una mentira, la más sencilla y sucia mentira de nuestra vida. Cerré los ojos e intenté volver a dormirme, y sentí la necesidad de ir a cenar a casa de mis padres, pues hoy acababa este repugnante año.

Los meses pasaron y el director me consideraba un ser inferior que ni siquiera tenía derecho a las divagaciones o aspiraciones de ascender un escalón en su vida monótona e inservible. Los viernes eran bastante llenos de alegría porque llevaba los documentos a firma, y el interés de la muñequita de porcelana no decaía, al contrario los sábados y domingos realizábamos verdaderos cultos al amor. Era como un rito puntual de sacrificio. Me consideraba la favorita de sus anhelos, y con un aire de superioridad alzaba la voz:

—No te pongas triste junto a mí. Tú estás hecha para triunfar. La fuerza de tus músculos opaca todas mis ardientes hogueras. Sé atenta conmigo y llegarás a ser algo grande en la vida.

La contemplaba y soñaba con alcanzar al menos su porte y categoría. Llegó a convencerme de que sería algo en la vida. Desde enero volví a ingresar a la Facultad de Derecho, seguí los consejos de mis padres de que no me quedaba otra cosa que aprobar las materias que me faltaban. Era cuestión de semestres. En pocos meses gracias a mis calificaciones obtendría el título universitario. Mi decisión llegó a extremos de grandeza al concluir los estudios en un breve periodo. En unos días me entregarían el papel que avalaba mis estudios y legalizaba mi papel de profesionista. Sin embargo no le dije nada a nadie. Sería una sorpresa para todos los que me rodeaban. La convicción justa de triunfo aumentaba con las acciones del director y sus amigos.

En el umbral de la habitación limpiaba las excrecencias de ellos. Sentía la humillación de sus comentarios y las risas irónicas lastimaban mi buen corazón. Sus agresiones finalizaron el día que uno de ellos llegó acompañado de un muchacho menor de edad. De unos quince años, delgado, ojos claros y piel color crema. La presuntuosidad infantil del joven se notaba en los pasos que marcaba en el espacio de la oficina. Ellos permanecían como fieras detrás de su presa. Pensé que se trataba de un nuevo empleado. El muchacho se paraba delante de las ventanas a mirar el paso de los coches en las calles de la esquina, mientras ellos continuaban pegados a la pantalla del monitor.

Una mañana encontré la puerta cerrada con llave. Llamé varias veces. Toqué con el puño cerrado sobre la madera. Nadie fue capaz de contestar. Después de media hora, la voz nerviosa del director resonó en el grito:

—Un momento. Estoy ocupado. Regrese en media hora. Estoy ocupado.

Al pasar delante de la puerta de los ayudantes, la habitación estaba vacía. Sólo los aparatos, las sillas y escritorios. Con la fantasía de los seres humanos, las imágenes divagaron en mi pensamiento. Me comportaba tranquilamente al limpiar el resto de habitaciones. Me encerré en el cuarto de servicio durante varias horas. Reflexioné en la indecisión de volver a llamar con varios golpes en la puerta Temerosa de que el director se enojara, en medio de un silencio pavoroso, decidí aceptar que mi ánimo entraba en crisis.

Sentía una derrota angustiante de no haber podido limpiar la sala del director. Nunca había sido tan desgraciada. Recordé que tenía las llaves de todas las puertas. Me armé de valor. Tomé la escoba y los trapos. El frío de la humedad se impregnó en mis yemas. Antes de volver al corredor que me llevaría hacia el despacho del director, saludé a varios empleados que revisaban las pruebas de programas culturales que iban a publicarse. ¿Cómo querían que me relacionara con ellos si eran menores profesionalmente que yo? Curioseaban todo y especialmente cada uno de mis movimientos. Cuando limpiaban las escaleras se formaban en cola para admirarme el trasero. La humillación estaba detrás de sus miradas. Mi relación hacia ellos estaba perfectamente clara como el lodazal de la vida.

Yo amaba mi trabajo y ellos odiaban las simplezas que practicaban en este recinto. Sus sonrisas ensimismadas reflejaron el tono amenazante de un completo hastío por el trabajo. Por toda contestación sonríe al caminar delante de aquellos ojos de fieras enjauladas. Algunas mujeres se maquillaban los ojos y la boca, mirándose en la pequeñez de sus espejos de las carteras. Pasé con ligereza haciéndome sentir que no existía en este espacio, que yo era una persona transparente e invisible. Me estremecí por dentro en el momento de introducir la llave. La giré dándole vueltas y el seguro dejó libre la cerradura.

Sentí asco de mi misma al descubrir al director y sus ayudantes encima del delgado cuerpo. Estaba desnudo en aquella madeja de piernas y brazos. Manos que separaban muslos y vertiginosamente mi estómago sintió la llegada del deseo. Existía la toma de decisiones, y debía acostumbrarme a que no era más que parte de mi trabajo el de sacar la basura de las habitaciones. Entre la penumbra los ojitos brillantes daban vueltas en las orbitas y se me antojaron como si fuesen de unos duendes traviesos. En el instante que atravesé el umbral, ingresé de golpe a un mundo de fantasía y magia. Aquella mañana no hubo descanso. Me entraron ganas de envolverme en aquella masa de carne y pelos.

No dije nada porque sabía que no entenderían. De todas formas seguían con sus gritos, chillaban furiosamente, exclamaban palabras de placer y lujuria. Comprendí que semejaban cerdos en el matadero. ¿Adónde íbamos a parar con estas provocaciones a plena luz del día? Las cortinas dejaban pasar algunas franjas del sol. Tardé demasiado en comprender el bullicio de sus cuerpos con la sangre a punto de salirles de las venas. Todos sus actos significaban el hundimiento inevitable en el placer de las relaciones sexuales.

El espectáculo continuaba cuando alargaron sus brazos para rodearme la espalda y sujetar mis piernas y brazos. De repente brotó dentro de mí la extraordinaria fuerza que había estado inerte. Pisé el suelo impulsándome, y sólo entonces reaccioné dándoles de escobazos y pegándoles con los trapos mojados. En pocos minutos pude derribarlos, quedaron casi sin vida. No hay problema que no pudiera yo resolver. No necesité de mis pies para golpearlos a patadas. Eran unos duendes desfallecidos sobre la alfombra de la oficina del director.

Tengo varias fotografías que tomaron los reporteros de información policíaca en los diarios de la ciudad. Guardo también los recortes de la crónica negra en un expediente que está contaminado de recuerdos tristes de algo que deseo olvidar. No atino a saber cómo y por qué actué de aquella manera. Hace seis meses que pasó este incidente. A los hombres les gusta exhibir sus debilidades, como si no sirvieran más que para este tipo de deterioro humano. Gracias a mi comportamiento viril y honrado, el Ministro reconoció a una persona que había comenzado desde abajo hasta superarse al recibirse el título de la Facultad de Derecho.

El día que me entregó mi nombramiento como directora de esta dependencia cultural, fue una mañana gloriosa de triunfo. Los primeros cambios que realicé fueron sutiles y discretos. Ni siquiera supe percibirlos. A partir de ese momento mi situación mejoró económicamente, y personalmente entregaba los documentos al Ministro. En la dirección se rumoreaba de mi relación con la muñequita de porcelana, y me dio gusto porque con esto podía legitimarse mi verdadero y único amor. Durante un tiempo vivimos cada quien en su espacio, pero administrando las altas cantidades y exprimiendo los recursos monetarios, decidí abandonar el cuartucho de estudiante.

Me había descuidado mucho con mi anterior empleo. Las uñas destrozadas, el pelo desaliñado y el pésimo olor de mi cuerpo sufrieron una transformación. Mi vestuario se hizo femenino, y en pocas semanas parecía otra persona. Como cualquier ser humano acepté que la vida continúa. Pero es conveniente revisar por una milésima de segundo, lo que fuimos capaces de ser, e imperceptiblemente examinar aquel pasado que no consigue en acabarse. De modo que seguí con la adoración a mis brazos y piernas. Todas las tardes iba a hacer ejercicio y alzaba pesas en un gimnasio próximo a mi oficina.

Al año compré la mansión en la zona elegante de la ciudad. Y con la humildad que dictaba mi conciencia organicé la fiesta de inauguración. Asistieron los principales colaboradores del Ministro y representantes del gobierno central. Fue como mi presentación en sociedad. Hubo bebidas extranjeras y comida del mediterráneo. Verifiqué todos los detalles y encargué a mis ayudantes, tres mujeres bastante jóvenes que recibieran a los invitados. ¡Era preciso cuidar todo tipo de atenciones! Se trataba de un distinguido oficio que muchos llaman como relaciones públicas. La elocuencia tumultuosa de un representante del Primer Ministro dio el toque de retórica y humor a la fiesta.

A las doce de la noche desapareció la mayoría de los invitados. Con gran sorpresa vi que el Ministerio abrazaba a la muñequita de porcelana, y no pude reprimir mi molestia. La pareja no se alteró, y bonachonamente él dijo:

—Si no hay nada que hacer, creo que me voy a retirar. Te felicito por la adquisición de esta residencia. Ten cuidado con los comentarios sobre su precio. ¿Es posible que sea parte de una herencia?

La pregunta me desagradó. En mi mente ensayé varias respuestas, y le dije en forma capciosa:

—Mis padres rompieron la hucha y me dieron sus ahorros. Creo que...

—Creo que en breve me voy. No te olvides del presupuesto de las publicaciones y la suma del dinero para las promociones artísticas. Hay que cuidar hasta el último los informes oficiales. Es más fácil que se ponga de acuerdo con mi esposa. Hay que coordinar las actividades de ayuda social de todo el Ministerio.

Desdobló con cuidado un papel, y anotó los teléfonos de su casa. Con gran satisfacción me dio la información. Me admiró su comportamiento de un hombre tan caballeroso y de finos modales, y comprendí la designación de mi nuevo empleo. De hecho yo tenía el hábito de ver las cosas como son. No sé cómo reconocí la belleza de su rostro como parte de sus virtudes. El estupor difundió la posibilidad de sentirme menor. Con una exacta modulación de actor, me abrazó y dijo:

—Busqué siempre pasarla bien. Invierta en propiedades urbanas o en condominios a la orilla del mar. ¡Invierta! Las dejo en la felicidad de esta mansión.

Se alejó hacia la puerta de salida, en donde aguardaban los tres ayudantes y el chofer de su automóvil blindado. Una manifestación de que vivíamos tiempos difíciles de secuestros y atentados. Las sonrisas de complicidad de mi muñequita de porcelana no se hicieron esperar. Tuve que contentarme con sus abrazos y caricias. Y saborear el sabor de frutas silvestres que existía en sus labios dulces y provocativos. Desde esta noche ella abandonó su casa.

Había sido muy hermoso. Ascendí vertiginosamente en la pirámide social. Era alguien a quien le rendían pleitesía y solicitaban favores. Viajé por muchos países inaugurando exposiciones, muestras gastronómicas, artesanales y conciertos de nuestros artistas consagrados. Estaba agotada por ir de un lado a otro sin rumbo fijo. A miles de kilómetros, por ejemplo, en la capital china, abríamos una muestra de arte moderno, en Sydney se exhibía la muestra cinematográfica de nuestros mejores directores, o en Buenos Aires participábamos en un maratón artístico a favor de los niños de la calle.

Y, sin embargo, me acompañaba a todas partes, la muñequita de porcelana. Aterida de frío en la Plaza Roja de Moscú, ella acudía a rescatarme y me daba algunos tragos de vodka. La nostalgia iba de la mano de mis desvaríos y alucinaciones. Imaginaba que me enamoraba de una china, rusa o alemana al mismo tiempo. El estricto silencio de las habitaciones de hoteles de lujo, tranquilizaba mis pesadillas. Sospeché que mi compañera me traicionaba. Al regresar a mi residencia las dudas desaparecían y regresaba la tranquilidad. Indiferente a lo que me rodeaba intenté olvidar la aventura que tuvimos la primera vez a la orilla del mar.

Sin decirle nada a nadie hice reservaciones, y desaparecí un fin de semana. Ni siquiera le pedí al chofer que me llevara. Yo manejé el automóvil. El buen tiempo ahogó mi desesperación. En pocas horas llegué al lugar elegido. Dos perros flacos salieron a recibirme. Algunas casas viejas rodeaban al hotel de lujo. Sentí escalofrío al registrarme, y me acordé de mis padres, a quienes ya les había regalado una casa. Me hallaba preocupada. El desconcierto de mi decisión se balanceó en el espacio de mi cerebro.

Entonces, no sé por qué tomé la decisión de comprarle una casa a mi muñequita de porcelana. Era evidente que no soportaría la plena soledad en la habitación. La puerta entornada señalaba la invitación a entrar. Estuve varias horas acostumbrándome a la oscuridad. La atmósfera agradable se desprendía de los muros recién pintados. El ambiente de limpieza daba seguridad a las personas. El estado lujoso de los muebles y la hermosa alfombra sólo era comparable a un escenario cinematográfico. Era parte de la utilería. Aproveché la repentina sensación de felicidad y abrí la botella de vodka.

No me importaban los motivos que me trajeron hasta aquí. Tenía la decisión de escapar por mi propia mano. Tomé el revolver y coloque los cinco proyectiles. De momento creí que alguien me observaba en la oscuridad. La silueta se puso de pie a un lado de la entrada del baño. Las manos temblaron y no tuvieron la suficiente fuerza de alzar el revolver. Me tomé el quinto trago de vodka. El calor en el estómago se apresuró para continuar por el torrente sanguíneo y llegar en segundos a mi corazón. Seguí con atención los movimientos de la figura que me miraba discretamente. Apuré el sexto trago de un sorbo.

La euforia del alcohol logró que hablara en voz alta. Hablé de mis padres y describí algunos pasajes de mi infancia. Creo que mi memoria empezó a funcionar a la edad de tres años. Sin embargo llegué hasta el vientre de mi madre, quien escuchaba los gritos de amenaza de mi padre:

—¡Tiene que ser niño! ¡No quiero que sea niña! ¡Prefiero irme de la casa antes de aceptar que sea como tú!

¿Dónde estarían mis amigas de la escuela primaria? Pude recordar los rostros de mis condiscípulos de la secundaria y bachillerato. Sólo en las aulas universitarias fue como una neblina que no dejó mirar nada al interior de los salones de clase. Mi cerebro funcionaba a una velocidad de vértigo. Las miles y miles de escenas se arremolinaban en un torbellino. Millones de recuerdos en mi memoria, y mi mente se encargó de introducirme en el sueño. La cama olía a lavanda y enfrente la silueta escuchaba mis ronquidos. Cuando dejé de soñar sonríe de felicidad por saber que contaba con un ángel de la guarda.

Al incorporarme aprecié las piernas débiles y corrí despavorida en zigzag hacia el lavabo. Incliné la cabeza y desalojé los ácidos de las profundidades de mi estómago. Caí de bruces en el mármol del pavimento. Mi garganta estaba impregnada todavía por el vodka. El sudor frío resbalaba por mi frente y rodaba por las mejillas. Llamé por teléfono a mis padres, y en pocas horas acudieron a salvarme del infierno de la resaca. Les prometí que no volvería a intentarlo, y al llegar a mi casa se fueron tranquilos, pero preocupados, por mi determinación de dejar de beber desenfrenadamente y en plena soledad.

Creo que si le hubiese pedido a la muñequita de porcelana que fuera a rescatarme, lo hubiera hecho sin la menor vacilación y la complacencia de los que ayudan a proteger a sus mayores en la jerarquía oficial. Se lo comenté en la oficina, y ella me explicó que las mujeres ni siquiera tenían el derecho de comentar ciertas cosas de la vida. Sin pestañear prometió que al día siguiente que dejaría de ser yo alguien importante, es decir que me volviera nada en la vida, trataría de aceptar realmente su propio y único destino. Al estudiarla con la mirada me pareció que en cualquier momento se quebraría, y con mucho cuidado volví a colocarla en el pedestal de la vitrina, en donde guardaba mis diplomas, recuerdos de viaje, y las plumas blancas del ángel que vigila mis sueños. Me volví un instante para tomarla entre las manos, sin embargo tuve la sensación de que una serpiente se enroscaba en mi cuerpo; hice todo lo humanamente posible, y no lo conseguí porque mis palabras se apagaron con el silencio.


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