miércoles, 17 de septiembre de 2008




Maderamen


Toda la noche oyeron passar paxaros

Cristóbal Colón

Detrás de la verja, rodeada por torres moriscas, altas puntas de lanzas y dibujos realizados con herraduras de figuras y signos masónicos, entre las paredes de la mansión, se descubría la pasión y el amor por el uso de maderas. Los maestros artesanos de muchas partes de Europa hicieron llegar, durante muchos años, muebles de fino acabado y bajorrelieves que sólo podían ser admirados en las catedrales. A través de los pasillos de la villa, y en los muros de las habitaciones, el pavimento estaba protegido por tiras perfectamente recortadas y acomodadas de maderas finas y hermosas, extraídas de las selvas amazónicas y de la región de Chiapas. Los techos mostraban también la colocación de vigas y tablas de caoba y cedro, en los que colgaban los candelabros y arañas de infinidad de colores.

Sobre las escaleras, construidas con una madera que no necesitaba pintura; era suficiente aplicar un poco de barniz y la superficie resplandecía salvando toda su brillantez. En los rincones de la mansión no podía faltar el profundo olor a pinos. Dentro de la iglesia, el altar estaba armado con estructuras y revestimientos de caoba. La única figura que resaltaba en las alturas era una copia fiel y exacta de la virgen de Guadalupe, réplica de la que se encuentra en la capilla del pueblo que lleva el mismo nombre, en las montañas de Extremadura, la cual fue edificada a petición del padre, como admiración y recuerdo de la tierra de los conquistadores, cuyos retratos engalanaban la sala principal de la mansión. Sin embargo, el retrato de Hernán Cortés estaba situado en la cabecera del escritorio de caoba que llenaba por completo el despacho del dueño de la mansión.

Esa mañana, el padre entró al dormitorio del hijo, quitó los postigos de la ventana, y habló en voz alta dirigiéndose al pequeño bulto sobre la cama:

—Todo mi patrimonio no podrá acabarlo ni siquiera el último de tus descendientes.

Sin embargo, los oídos infantiles no fueron capaces de comprender cada una de estas palabras, en cambio resultaron agradables por el ritmo de su pronunciación. A un lado, existía el salón de lectura. Allí los libros dormían el sueño de los justos, entre anaqueles de cedro de Chiapas, que se alzaban hasta llegar al techo. La sección dedicada a los conquistadores seguía siendo la favorita del padre. De los títulos preferidos seleccionaba siempre la edición príncipe de las Cartas de Relación de Hernán Cortés; luego, los textos de los demás cronistas que anunciaron el descubrimiento de las maravillas y terribles pecados del Nuevo Mundo.

El padre acostumbraba pasar muchas horas inmerso con la lectura en voz alta de estos textos y documentos, que llevaron a la madre al callejón sin salida de la aburrición y monotonía. Pero el hijo, el heredero de esta riqueza, escuchaba las lecturas respectivas de los libros de viajes realizados durante la conquista del Nuevo Mundo.

Al amanecer brotaban en el silencio de la habitación sobre el parqué tres indias chiapanecas ataviadas en sus trajes regionales, y esmeradas en las prácticas cotidianas de atender al niño. Luego de despertarlo, poco a poco comenzaban a vestirlo; lo maquillaban y peinaban como si fuera el hijo de ellas; las pequeñas mujeres que él había bautizado cariñosamente con el nombre de las ñoñas.

A veces, el niño se preocupaba demasiado por el aire de tristeza que invadía el rostro y los ojos de ellas, que tardaban mucho en poder volver a reír. Era el mismo rito que se desarrollaba puntualmente de lunes a sábado, porque los domingos el chico dormía hasta la hora de la misa de la una de la tarde.

Entre semana, iba a la mesa esculpida en una sola pieza de un árbol de Chiapas: entonces otras indias de Michoacán apresuradamente batían con sus manos la masa de harina de maíz, y era como escuchar el rítmico sonido de las gitanas que hacían música con el golpetear de las palmas. Las tortillas eran muy diferentes a las así llamadas de huevo, tocino, jamón y patatas. Para la familia y sus invitados representaban un platillo exótico que ocupaba el lugar del pan. Se trataba de una de las tantas novedades que el dueño de la casa había adquirido en conocidos comercios de Almería.

Sobre el mantel aparecían las tazas rebosantes de espuma del chocolate de Oaxaca, o con el exquisito café de Coatepec; los olores se mezclaban en el interior del salón comedor. El padre, haciendo la señal de la cruz, ofrecía la plegaria en honor y recuerdo de los antiguos y poderosos hombres que trasladaron la religión y el idioma cristiano a tierras de pecadores y amantes de costumbres perversas y satánicas.

Llevaba a cabo el relato de añoranzas y respetos por dichas figuras históricas, rutina que se repetía todas las mañanas, y que el niño conocía al pie de la letra. Lo que más le disgustaba al padre era no haber podido vivir siglos antes, ni estar en la crónica de las expediciones españolas y portuguesas. Al poco tiempo cambió de tema y le dio por narrar sus andanzas en territorio árabe, a un lado del estrecho de Gibraltar; rememoraba las hazañas de los combates contra los guerrilleros que los acosaron en las afueras de Ceuta. La historia se cerraba con broche de oro recordando la anécdota de la muerte a manos suyas de un árabe, que coincidió exactamente la tarde de un día de Navidad.

Constantemente animaba a los aficionados y amantes de la cultura originaria del Nuevo Mundo, a promover su difusión y estudio en las principales universidades de España. Apoyándose en la barandilla de aquellos peldaños de cedro, el negro brillante descendía la escalera que llegaba a las entrañas de la bodega, donde albergaban decenas de odres de vino y aceite de oliva. En esta oscuridad, del cubano refulgían sus blancos dientes. Aspirando su sudor, el hijo sabía donde localizarlo, o conocía cada uno de sus pasos antes de su aparición en el escondite situado en el rellano de los peldaños; desde aquí se podían oír y observar las conversaciones y movimientos de la servidumbre.

A veces alguno de ellos aprovechaba el tiempo para saborear los restos de vino que se abandonaban en las botellas llamadas porrones. Dentro de la penumbra era divertido imaginar la existencia de fantasmas y demonios; también adivinar por sus olores peculiares la presencia de cada uno de los negros o de las indias; éste era uno de los juegos que practicaba el niño en sus ratos de ocio. Cuando se encendían las bombillas, las paredes enormes se iluminaban y al fondo de un corredor, se desembocaba en otra bodega donde permanecían durante varios meses los templetes de cedro, las plataformas de caoba y los altares que cada semana las manos de los criados limpiaban con bayetas y asperjaban de vez en cuando gotas de aceite de oliva en cada detalle de los bajorrelieves torneados sobre la superficie de madera: era la búsqueda de los sitios sucios que deberían ser atendidos.

Las ñoñas chiapanecas entre tanto arreglaban las telas de los vestidos y las sotanas de los santos y vírgenes. Era cierto que el hijo iba a distraerse en esta parte de la mansión; un poco para olvidar los síntomas de la anorexia e intentar devolver los deseos que le remitieran de nuevo el voraz apetito de su infancia. Entre murmullos, los negros pimplaban y atentamente hacían la limpieza en los costados de la más hermosa de las plataformas, que era la principal porque llevaba en alto siempre a la escultura de Nuestro Señor cargando la pesada cruz.

El padre, a veces, aparecía a revisar este tipo de trabajo; iba muy elegante y a pasos vigorosos daba vueltas en los alrededores de la bodega; seguía hasta el lugar destinado a estos artefactos de madera que nada más salían a la luz pública durante las peregrinaciones y marchas religiosas de la Semana Mayor. Desde luego, el padre encabezaba la cofradía que se bautizaba con el nombre de los blancos y por costumbre refunfuñaba agravios y amenazas contra el bando de los negros, que era integrado y representado por los pobres del pueblo.

Con el talante orgulloso, el padre ordenaba a las ñoñas que se apresuraran en la confección de los capirotes y vestidos, aparte de las banderas y estandartes con el nombre y el dibujo de su cofradía, bordados a mano por la paciencia y destreza de aquellas pequeñas mujeres. Al otro lado de esta bodega permanecía una tinada, lugar destinado a guardar leña y para meter una decena de vacas; aquí dormían sobre la paja los lebreles que movían sus colas alegremente ante la aparición del amo, que posiblemente los llevaría a recorrer las calles de Huércal-Overa, hasta llegar al altozano a contemplar el caserío de blancas paredes.

En esta parte del pueblo, sobre una colina, el padre eligió como punto el lugar donde levantaría la construcción de la iglesia de El Calvario, al costo que fuera, en pago a tener reservado un lugar en el cielo, por esta acción pía; o también con la finalidad de que los residentes tuvieran un mirador que funcionara como centro de reunión familiar y fuera el escenario de los rituales de los días de la Semana Mayor.

En uno de sus constantes recorridos, el hijo encontró un viejo rabel, que su padre había destinado al lugar de los trebejos; los dedos temblorosamente comenzaron a mover las cuerdas. A un lado, el sirviente haitiano dio inicio a una tonadilla melancólica y triste, que quizás le recordaba sus días de infancia en las chabolas de puerto Príncipe, al mismo tiempo, el cubano y el brasileño se acercaron a participar en estos susurros musicales que formaban parte de una especie de plegaria o cántico.

El padre desapareció acompañado de los lebreles; al sentirse en libertad las ñoñas abrieron sus labios y se unieron al coro de los sonidos semejantes al canto de un grupo de niños que recordaba alguna canción de cuna. A partir de este instante, aguardaban a que las cuerdas vibraran en los dedos del hijo, e hicieron patochadas sin ton ni son.

Más tarde interrumpían el recreo y dirigían sus pasos hacia la cocina, para ayudar en la preparación de la comida que se servía puntualmente a las dos de la tarde. Como era costumbre, después reinaba la tranquilidad, llegaba el reposo de las largas siestas acompañadas de un enorme silencio.

Antes de la cena, el hijo transcurría las horas maravillado por el atesoramiento de tantos recuerdos encerrados en otro espacio de la mansión: sobre la mansarda investigaba, en cada uno de los roperos y cofres, diversos juguetes y contemplaba las hojas ilustradas en colores de libros infantiles. Era como si investigara en las características y formas de barcos, aviones, trenes, soldaditos, o en las escenas de muchos cuadernos, sus propias señas de identidad que lograran el efecto de encadenarlo y colocarlo en el presente, además de tener la posibilidad de vislumbrar un poco el futuro.

Como su padre le había sugerido muchas veces, aprovechaba al máximo todas las alternativas que estaban al alcance de sus manos, para no estar debajo del despiadado y aniquilador paso del tiempo. Para el hijo, las horas, los días, las semanas y los años se alargaban en una abrumada lentitud; en cambio el padre analizaba la velocidad con que los días eran aniquilados por las noches. De todas maneras se entusiasmaba haciendo planes en beneficio del pueblo, y con la esperanza de ser recordado por algunos de sus vecinos o, tal vez, su nombre quedara dentro de la leyenda de los precursores que lograron el progreso y la divulgación de la fe católica, igual que sus semejantes y antepasados en el Nuevo Mundo.

Allí el hijo, rodeado de tantos recuerdos, intentaba descifrar ciertos enigmas y misterios que su padre no había sido capaz de explicarle, y menos los tutores, los negros y las indias al menos sugerirle alternativas, propuestas en el abismo de su existencia, o esperanzas de verse algún día hecho un hombre.

Era como dejarse llevar por el oleaje del paso de la vida, sin ninguna alternativa de pensar al menos en hacer planes que lo tuvieran ocupado al día siguiente. La aburrición continuaba en la soledad y el vacío de la mansarda, o bien gastando el tiempo en sueños que lo remitían a los juegos infantiles. En su pensamiento se despeñaban las imágenes de juegos que realizaba en compañía de personas adultas y mayores que él. Al lado exterior de la mansión otra realidad irrumpía en el esplendor de la primavera.

Cada cosa era objeto del poder de la imaginación; la fantasía se apoderaba al escuchar las conversaciones entre los negros y las indias. El hijo vivía en el centro de las absolutas tinieblas, que se iluminaban con la presencia de los hilos del sol en las ventanas de su dormitorio. En el origen de las gesticulaciones se extraviaba contemplándose en los espejos, y no podía explicarse los cambios en el rostro o en los movimientos de cada gesto.

Hacía muecas abordando el espacio de la demencia; confusamente agitaba la cabeza, y deseaba conseguir la explicación a lo que sus ojos miraban en el brillo de su otro yo, que lo contemplaba y hacía las mismas deformaciones de la cara de niño. Antes de salir de la mansarda reconocía que estaba al margen de su propia existencia, o en el mejor de los casos su presencia se acomodaba igual que los libros y juguetes dentro de la buhardilla y en la superficie delicada y pulida de los espejos.

Todo respondía a determinado plan autorizado y vigilado por el padre. Nada podía evadirse del programa de actividades en su breve vida. Por ejemplo, los sábados el hijo tenía prohibido visitar y recorrer los espacios de las bodegas o pisar el parqué de la mansarda. Ese día estaba destinado a estar todo el tiempo en el salón de fiestas, a vigilar el comportamiento de la servidumbre y seguir de cerca los movimientos del grupo de músicos que acompañaban este tipo de reuniones semanales, dignas tertulias de Madrid o Barcelona, a las cuales llegaban invitados de las mejores familias de Huércal-Overa, y de los pueblos cercanos: algunos miembros de la nobleza local; los condes con sus esposas que orgullosamente lucían sus mejores joyas, pieles y vestidos a la última moda, conversaban todo el tiempo de su linaje, de las enormes tierras y castillos, o de sus acartonados títulos de nobleza.

Por las tardes de los sábados arribaban los lujosos carruajes de modelos recientes fabricados en Francia, Italia y Alemania; descendían de estos artefactos los hombres de negocios, los políticos de mayor rango, los representantes del clero y de la jerarquía militar. De esta multitud, el hijo admiraba la compostura y la elegancia del filósofo y escritor del pueblo, quien recitaba de memoria pasajes enteros y capítulos del El Mío Cid.

Se llamaba Alfonso, el dueño de la librería local, quien ofrecía las novedades literarias que estaban de moda en las principales capitales españolas; con el pago del servicio de transporte, en pocos días se podían comentar los libros, discutir los artículos de política y literatura del momento, gracias a las gestiones de este negociante que hacía amenas las tertulias. Pero lo inolvidable llegaba con la lectura en voz alta de los escritos de Colón, Cortés y los pasajes de Bernal Díaz del Castillo. Al hijo le agradaba esta visita, lo demás lo consideraba como la paja que se la lleva el viento. Las imágenes conservaban la fidelidad de contemplarse cerca del maestro, que lo hacía sentirse feliz en el centro del saturnal de fin de semana, culminando en bailes donde se integraban los hijos de duques, condes y lo granado de la mejor sociedad.

El fuste del padre trascendía la admiración de la mayoría de los huéspedes, que le agradecían la invitación de la fiesta semanal. El padre era la figura protagónica que lucía levitas fabricadas por sastres de París y Roma; representaba el eje del progreso y el desarrollo del pueblo. Asistir a la mansión significaba el momento de la consagración social y el punto de referencia de casi todos los ciudadanos sobresalientes. No había consideración contra los frustrados competidores en la organización de fiestas y tertulias; nadie tenía la posibilidad de reunir a los potentados banqueros y generales del Ejército y la Marina en los metros cuadrados de la oficina o siquiera en el espacio de la biblioteca.

El encomio de la riqueza del padre activaba la fuerza que daba impulso a las mencionadas reuniones sociales. Al mismo tiempo el padre desempeñaba el puesto de asesor en todos los aspectos de la vida y el progreso de Huércal-Overa. Nada se podía hacer o por lo menos comentar, si no llevaba el consentimiento del padre. Durante varias décadas el misterio de su riqueza fue motivo de leyendas y desafortunadas historias, que hablaban hasta de la existencia de un pacto con el diablo, lo que dio origen a poner de moda la lectura de El Fausto, del escritor alemán que tanta pasión causó entre la juventud española.

En cierta ocasión, el hijo tuvo la ocurrencia de preguntarle a su padre por qué no lo mandaban a las escuelas del pueblo; el hombre vigoroso le aclaró que su educación iba por buen camino en manos de los instructores alemanes que, de septiembre a junio, se encargaban de ofrecerle sus mejores cátedras de gramática, historia, arte y religión; aparte de encauzarlo en la disciplina deportiva, por lo que el hijo hablaba al mismo tiempo en español y alemán.

La grandeza de la cultura germánica inundó los laberintos de sus reflexiones. Y cada año el hijo revalidaba las materias de los planes de estudio oficiales y obtenía las calificaciones notables, que eran anotadas en la mejor escuela de la localidad. Estaba bastante claro; debería esforzarse y llevar el apellido de su familia como si fuera la gloria de la patria chica. Mas el hijo deseaba que pasarán muy pronto las horas, y le devolvieran los momentos de felicidad, cuando acariciaba las cuerdas de su inseparable rabel.

En la geometría del mundo construido por expertos y talentosos carpinteros, la madera rodeaba la existencia del hijo; ella lo salvó de la marisma que existía al final del jardín de la mansión. Un día de verano, ante las inclemencias del tiempo, los sirvientes estaban contentos de sentirse bajo la fuerza candente de un sol africano, que los hizo imaginarse a la orilla del mar caribeño.

El padre había ido a la estación del tren a recoger a doña Inés, una cantante de ópera que pasaría allí el verano y daría algunos conciertos en las tertulias. Entre las flores y arbustos todos permanecían refrescados por la humedad de la zona dividida por un hilo de agua, mas el hijo no recordaba la parte peligrosa y señalada por avisos de atención. El adolescente, de pantalón corto, seguía los movimientos de una mariposa de colores, sin darse cuenta de la fatalidad ingresó en la parte lodosa y, al intentar saltar, se hundió más. Por fortuna pudo sujetarse a una viga de cedro y salvarse de morir ahogado, sepultado en el fondo del pantano. A partir de aquel instante milagroso, la anorexia desapareció, y al llegar a la adolescencia tenía la imagen de un chaval robusto, un poco pasado en varios kilos.

Su madre llevaba diez años de muerta. El recuerdo continuaba intacto dentro de los marcos de pinturas de diferentes tamaños y variadas poses, que seguían bajo el polvo en el interior de una bodega. Sin decirle nada a su padre, el hijo conversaba todas las tardes un rato con las hermosas mujeres de los cuadros. Les hablaba de todo; cualquier detalle o sencilla información del devenir hogareño formaba parte de los temas del monólogo cotidiano.

Ante esta demencia pasajera, las ñoñas adoptaron el papel de fieles mujeres que recibían al hijo en el regazo. El cariño de ellas no tuvo límites. A cada mujer que el padre invitaba a pasar un periodo de vacaciones, las ñoñas le hacían infinitas travesuras, y resultaba imposible soportar siquiera unas semanas, e inventaban infinidad de pretextos con la finalidad de irse inmediatamente lejos de aquel infierno terrenal.

También los negros fueron sus hermanos mayores, quienes entre murmullos le daban consejos y advertían de los peligros de las huéspedes. En la aburrición del verano, el hijo descubrió que el padre deseaba casarse con la cantante de ópera que lo había fascinado con su enorme belleza, voz formidable y admiración por cada una de sus finas maneras de enfrentarse con el mundo.

Por primera vez, el hijo aceptaba sin reproches la presencia de esta mujer, como si tuviera al mismo tiempo la aprobación de su difunta madre; coincidió con el gusto del padre y el amor de ambos se unificaba cada vez que por los salones y corredores llegaban los cantos y el perfume de la mujer. Sin importar el despilfarro económico, el padre organizó conciertos semanales, que lograron el éxito general en las tertulias. Entre la tristeza de algunos invitados destacó más el sufrimiento de Alfonso, quien dejó de ser el foco de atención del hijo y de la mayoría de los concurrentes, finalmente se dedicó mejor al cuidado de la librería.

Al final del verano, la cantante de opera anunció que estaba invitada a una gira por América, y el padre le explicó que se iría a viajar con ella. Durante algunos meses el tiempo se detuvo en la mansión; de vez en cuando llegaba el cartero portando las noticias del padre que narraba los éxitos de doña Inés. La soledad hizo que el hijo revisara minuciosamente todos los escondites posibles dentro de las habitaciones, bodegas, mansardas y torres de la mansión.

Esa incursión significó la libertad de vagar sin rumbo entre los muros, detrás de la estantería de la biblioteca, debajo de las camas, y en el interior de roperos. Una mañana encontró otro tipo de madera que protegía las tapas de las cajas acomodadas en un cuarto secreto del padre. La curiosidad motivó, cierta tarde de otoño, quitar la tapa de una de las cajas. Sus ojos quedaron deslumbrados con las tonalidades del brillo de los lingotes de oro; era un tesoro incalculable en docenas de rectángulos dorados.

A la mañana siguiente, volvió al lugar secreto a maravillarse con los reflejos fantásticos del brillante y valioso metal. Acarició uno de los lados del material frío y pulido como la madera de los muebles, escaleras, plataformas, pedestales, cruces y pisos de la mansión, y en su juventud asomó en esta ocasión el deslumbrante milagro de saberse dueño de una riqueza que podría comprar las máximas aspiraciones del ser humano.

No obstante, apenas si podía tener los pesados bloques metálicos en las dos manos; colocó la tapa de madera, cerrando en su memoria el secreto que su padre jamás sintió la necesidad de comunicarle o mostrarle en todo su esplendor, a pesar de que el hijo sería, sin duda alguna, el heredero de aquella inaudita riqueza que apareció en el momento crítico de su vida, cuando experimentaba la sensación de extravío, y giraba en un torbellino de inquietud y angustia de no saber apreciar el valor de las cosas, y principalmente el objeto brillante que observaba al trasluz de los bombillos.

En su ingenuidad, creyó que era el oro de Moctezuma. Con toda la rapidez posible pensó en el embrollo en que se había metido, por la gravedad del asunto, o en el hecho de que la servidumbre intentara quitarle parte de su herencia enigmática, situada en las cajas de madera delante de él. Miró con fijeza el umbral de la puerta de la habitación y tuvo la certeza de que los ojos de los negros, las ñoñas y los mismos lebreles acechaban con las fauces abiertas, mostrando los colmillos y dientes como en posición de clamar venganza y tomar la parte del oro que fue trasladado de sus lugares de origen.

Aquella noche ladraron los perros y los animales se inquietaron con la llegada de la carroza y el relinchar de los caballos que alegremente regresaban a su casa. El padre se quedó inmóvil en la puerta de la habitación donde el hijo rezaba y suplicaba a Dios la llegada del dueño de la mansión. El joven había cavilado mucho en esos días sobre el asunto del tesoro y además reflexionaba acerca de sus relaciones con la cantante de ópera.

Un inofensivo escarceo en el pensamiento del hijo, que lo llenaba de dudas relacionadas con el futuro y el presente, en esta ocasión se le planteaba no como una serie de interrogantes, sino basado en deducciones que se hacía al interior de sí mismo. Hubo de reconocer que todavía no estaba preparado en el enfrentamiento de su propia individualidad: mirándose en los espejos podía constatar que sus ojos ofrecían el lamentable espectáculo de sentirse lejos de todo y fuera de la misma realidad.

Esta vez no cupo la menor duda. Los bombillos iluminaron el rostro del padre y pudo analizar la superficie de caoba de la madera. En los bajorrelieves estudió las formas de la fatalidad que se cruzaron por la frente de su padre, descendiendo a los lados de la cabellera y en los hombros del abrigo. Cuando el reloj de la sala principal y las campanas de la iglesia dieron las ocho de la noche, el padre lo miró con ojos llenos de dudas, como en espera del veredicto; se encogió suplicándole el perdón y la clemencia de los pecadores.

La mirada del hijo comenzó a perderse en el vacío y sobre las características de la madera en cada rincón de la mansión. Fue como un sueño de colores; en donde observaba el atardecer y la aparición de las estrellas en el firmamento y se puso a contarlas en un afán de ausentarse de las escenas que se desarrollaban en el dormitorio.

En el fondo, los sentimientos del hijo se cristalizaron en un abrazo de hombre a hombre. Sin embargo, al tomar al padre en sus brazos sintió, en verdad, que éste estaba ya sin fuerzas para defender lo poco que restaba en su humanidad, mermada por los meses al lado de la cantante de ópera y por los estragos de la adoración a las evasiones de largos viajes bajo el humo del opio. Los discretos latidos del corazón resonaron en el pecho potente y ancho del hijo, y entonces cargó en sus brazos al ser que se deshacía en moronas o lonjas al volver a la mansión.

En pocos meses el padre fue desintegrándose, borrándose de la mansión, detrás de una obsesiva y perversa necesidad de fumar opio todas las noches. A veces sangraba o entraba en las pesadillas de fiebres altas que lo hicieron tan delgado que hasta toda la ropa debió ser regalada y hacerse nueva, a la medida. El hijo reaccionó ante la tranquilidad y la fría actitud de los negros y las ñoñas, que aceptaron el derrumbe del padre como un hecho natural, idéntico a la aparición de la noche y el día.

Ni siquiera dudaron de la posibilidad de que entrara una luz de esperanza en el resquicio de la existencia de aquel hombre, que había logrado tenerlos cautivados durante décadas enteras de sometimiento y encerrados detrás de la verja que rodeaba la mansión. Desde Almería, Granada y Sevilla llegaron los expertos en enfermedades terribles y destructoras. En el pueblo cayó un aire de tristeza por las noticias de la postración de uno de los más importantes benefactores.

De la mirada sin rumbo del hijo brotó la ansiedad de someter al castigo divino a aquéllos que se atrevieran a pronunciar algo irónico y lascivo contra el padre. En la mansión reinó totalmente el silencio que le permitía escuchar los pasos débiles sobre el parqué.

Antes de la agonía, el padre tuvo la necesidad de confesarle al hijo su participación en actos sangrientos, y decirle en el oído que había sido miembro de un tribunal de la Santa Inquisición; que gracias a las torturas y asesinatos, la mayor parte de su riqueza se la donaron algunos condenados a morir bajo el garrote vil, por la sencilla razón de que anhelaban el perdón de Dios.

Con estas torpes maniobras, el padre aceptaba ser un pecador, y creyó que con la construcción de la iglesia de El Calvario, un poco de sus penas recibiría indulgencias. Por la mañana, el hijo le habló al padre del hallazgo de las cajas llenas de oro, y el anciano entró en un abatimiento calamitoso; entonces abrió las ventanas de su habitación. Con la mano derecha señaló la vaguedad y, un poco palurdo, le dijo al hijo que era su herencia; parte de ella provenía de los antepasados que conquistaron el Nuevo Mundo.

De la mayor parte, el hijo ya sabía su procedencia insana y perversa. Hace varios siglos, en los barcos transportaron miles de cajas y edificaron los altares de cientos de iglesias y catedrales; abrieron monasterios y palacios. Con la venta de algunos lingotes de oro, trajeron la madera fina que adornaba la mansión, construyeron los muebles, las plataformas que cada Semana Santa aparecían llevando a los santos y vírgenes, las velas y los ramos de flores, y ofrecían el milagro de intentar la salvación divina a través de la entrega mística, la disciplina y la fe católicas.

Idéntica madera fina llevaría al padre al fondo de la tierra, en la tumba del mausoleo familiar. El luto en el pueblo duró algunos años, pero el entusiasmo del hijo se consagró a la organización de las marchas religiosas en cada Semana Santa: le prometió a su padre que cumpliría la manda de cargar al lado de otros pecadores seleccionados por él mismo la estatua de Dios con su cruz de madera de Chiapas; así tardó varias décadas escondiéndose bajo el blanco capirote y los hábitos bordados con el nombre de su cofradía.

El padre se quedó como la escultura de la muerte sentada con las manos extendidas; lanzó el último suspiro, perdido en la inmensidad de la cama de cedro de Brasil, con aquellos torneados pilares que rodeaban el transparente mosquitero. Dentro de la crisis existencial del hijo, en lo profundo de su conciencia supo al fin que la muerte llegaba puntual, y sin dejar la impronta de la prolongada agonía.

En el descendiente de la estirpe familiar brotó la indolencia del súbito despertar de un absurdo y cruel sueño o del retorno de la caída hacia un abismo sin fondo; no pudo explicarse si la cantidad de muecas en su rostro fueron ocasionadas por la alegría o por la pena de verse solo delante de todo lo que lo rodeaba y, ahora le pertenecía definitivamente.

El féretro fue transportado, rodeado por una inmensa muchedumbre que lo acompañó hasta el cementerio. Se le rindieron homenajes cívicos y misas durante varios días; inmerso e instalado en la máxima solemnidad de la liturgia Sebastián Cortés, trajeado de oscuro, encerró a doña Inés en la biblioteca, donde le hizo el amor; ella cayó en sus brazos porque lo consideraba como uno de los hombres más ricos de España. Detrás del solemne funeral el alma juvenil dio rienda suelta a las fantasías eróticas y la sensación de triunfo marcó el color de su destino. En aquel atardecer flotaban los recuerdos, cuando Sebastián le dijo a ella:

—Has venido a enseñarme el despertar de un hombre, y agradezco esta experiencia.

Sin embargo, la cantante de ópera era reconocida por tener convicciones políticas y hacer propaganda en sus conciertos, con toda la fuerza de su conciencia le dijo:

—Es tiempo de irme, porque España está totalmente dividida

A día siguiente, con el bochorno de agosto, encontraron el cuerpo de doña Inés flotando en la piscina rodeada de flores; las ñoñas analizaron la belleza de la mujer cuando la maquillaban y vestían porque de inmediato sería sepultada al lado del recién fallecido.

Bajo el ruido de las chicharras y acompañado de los negros todavía vigorosos, Sebastián Cortés, a pesar de su juventud, se unió a las fuerzas militares que combatieron a los ejércitos de Francisco Franco. Después de muchos años regresó a Huércal-Overa y, con tristeza, vio las ruinas de la mansión de las maderas finas.

Fue entonces el hombre más desdichado: la soledad penetró en el fondo de su alma cuando comprobó que también las tumbas de los amantes habían sido saqueadas en el cementerio. Por temor a las denuncias políticas, nadie del pueblo intentó reconocerlo. Sólo pudo escuchar los murmullos de las ancianas que decían en voz baja:

—El indiano ha vuelto y la mansión volverá a ser lo que fue antaño.

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