miércoles, 17 de junio de 2009

LA VIDA OCULTA DE RAÚL HERNÁNDEZ VIVEROS





Marco Tulio Aguilera Garramuño

Raúl Hernández Viveros es un personaje extraño: tiene aspecto de turco y no se dedica al comercio sino a empresas culturales, que como se sabe, nunca reditúan ganancias como no sean las del espíritu satisfecho de quien consigue lo que aparentemente a nadie le importa; es un magnate inmobiliario que posee la mitad del centro de Xalapa, incluyendo lecherías, consultorios dentales, casas, apartamentos y otros locales; debería vivir en un pent hose en Boca del Río o Can Cun con vista a la playa, piscina y jacuzzis y a cambio vive en una modesta y laberíntica casa localizada en la poco cotizada zona de Azueta, rumbo a La Rotonda; podría dedicarse al dolce fare niente y en lugar de ello labora en la Facultad de Antropología de la UV donde nadie sabe a qué se dedica; cumple un horario de director y reparte su bonhomía por donde quiera que vaya; podría disfrutar de las chicas rubias de HugH Heffner y vivir en la Mansión Playboy y en lugar de ello se mantiene fiel a su Aída, que le ha dado dos hijos, uno comerciante en insumos de computadoras y otro brillante estudiante de administración de empresas y adicto a las mujeres que nunca pronuncian una palabra.

Raúl Hernández Viveros montó una imprenta en la que edita libros abstrusos de personajes abstrusos y con ambiciones literarias o académicas; sostiene la revista Cultura de Veracruz que es menospreciada por la élite de los intelectuales y aristas locales y muy apreciada por aquéllos que simplemente se dedican a escribir sin ver comas, puntos y signos de interrogación en ojos ajenos. Recientemente fue nombrado por una misteriosa cofradía de cultureros de la Ciudad de Veracruz como “Editor del año”, lo que cayó como una patada en el hígado a más de media docena de intelectontos jalapeños. (Como los indios tzeltales de Carlo Antonio o como los indígenas caribes, la élite de la cultura local dice Ana kariná róte. Amucón papororo itóto nantó. Sólo nosotros somos gente. Todos los demás son esclavos. Y en la versión tzeltal, ya traducida: Sólo nosotros somos hombres verdaderos. Así dicen los que se llaman a sí mismos verdaderos artistas.

Siendo en Xalapa la guerra tan encarnizada entre los que se dicen artistas verdaderos y aquéllos que simplemente se ocupan de la cuestión artística, propongo que se levante un muro de Berlín cuyo centro preciso sería atravesado por la calle Azueta. No dudo que tal propuesta será fielmente acogida en los medios de gobierno, pues habiendo determinado geográficamente quiénes son artistas verdaderos y quienes fantoches lusitanos, ya no habría rebatinga por las becas, que sin duda alcanzarían para todos los artistas verdaderos. La ciencia de la decadencia del intelectual becado nos llevaría pronto a un mundo feliz: cada beca que se da es un artista verdadero que se pierde. Pronto todos los ex becarios tendrían que pasarse al otro lado del muro de Berlín cuyo nombre podría ser Muro de Raúl Hernández Viveros, por ejemplo, a quien no le preocupa el menosprecio. Él está en lo suyo. Si se fuera a hacer una lista de todo lo que ha editado con su propio dinero y con el ajeno sin duda tendíamos un nuevo volumen que se sumaría a los veinte o treinta que ya tiene con su nombre.

Raúl Hernández Viveros es un personaje extraño. No tengo memoria de la primera vez que lo vi. Sí tengo memoria de muchos momentos compartidos. Recuerdo, por ejemplo, que disfrutábamos de un cubículo en la calle de Zamora, donde ahora está la Escuela para Extranjeros. Allí nos escondíamos tras montañas de libros para poder leer a nuestras anchas y escribir nuestras insensateces. Cuando queríamos comunicarnos simplemente apartábamos unos cuantos volúmenes para formar una ventanita entre él y yo. Recuerdo también que compartimos momentos polvorientos en la misma calle de Zamora. Nuestro trabajo consistía en enfrentarnos a una montaña de libros apilados de cinco metros de alto con un radio de siete metros. Allí estaban almacenados quizás veinte o treinta mil volúmenes, todos cubiertos de polvo, algunos deteriorados por la humedad. Eran los libros de la Editorial de la Universidad, publicados durante décadas y desclasificados por algún impío director editorial cuyo nombre no oso pronunciar porque entre otras cosas no lo sé. De aquella labor enciclopédica en el peor sentido del término salimos Raúl y yo enfermos con estafilococos que, por mi lado, dieron al traste con mi carrera como corredor de fondo –carrera que terminó precisamente en el Malecón de Veracruz, cuando, pasados tres kilómetros de sol, sudor y lágrimas, me dije no puedo más.

Pero eso sí: logramos subir la piedra de Sísifo y dejarla en la cima bien apuntalada: desempolvamos y clasificamos los veinte o treinta mil volúmenes. Creo que esa hazaña nos valió para que ascendiéramos en el escalafón de la universidad, que comenzamos verdaderamente desde abajo. Todo el mundo sabe que la carrera académica de Raúl Hernández Viveros y Mario Muñoz comenzó en Orizaba y Ciudad Mendoza, donde organizaban peleas de perros enmascarados. Luego Raúl comenzó con la costumbre de fundar revistas literarias, cine clubes y ciclos de conferencias con afamados escritores. Se rumora que Raúl tuvo que huir de Orizaba porque una sociedad de padres de familia consideró que sus actividades eran en extremo corrosivas para la buena moral y correcta organización de una ciudad que había hecho de la cerveza el elíxir de la larga vida. Otra versión asegura que Raúl salió de Orizaba por su propia voluntad, pues desarrolló una rara enfermedad que consistía en una urticaria rabiosa que le cubría de ronchas todo el cuerpo cada vez que olía el dulzón y pernicioso aroma de la cerveza. La única curación a esa rara enfermedad era la ingestión de un carísimo whisky de etiqueta azul cuyo precio rebasaba los mil pesos, whisky que no se conseguía en Pluviosilla y sí en Xalapa y cuyo distribuidor secreto era el doctor Roberto Williams García. Entonces podemos decir que no fue la cultura sino el olor del whysky lo que lo trajo a Xalapa. (Si don Gabo tuvo su olor a la guayaba, Raúl tiene el olor al whysky). Una tercera versión se refiere a la sórdida amistad que mantiene Raúl Hernández Viveros con Mario Muñoz. Cuando se conocieron Mario ya tenía ciento cincuenta años y estaba aburrido de vivir. Raúl supo de un médico que tenía la cura milagrosa para la longevidad no deseada y, movido por su espíritu samotracio y samaritano, le dijo a Mario: Vámonos para Xalapa, allí se muere cualquiera de aburrimiento (eran los tiempos en que esta ciudad permanecía hundida en la niebla ocho de cada doce meses, los tiempos en que el único sitio de diversión era La Parroquia y las únicas mujeres guapas las polacas y gringas de la Sinfónica.) Hoy, gracias a Dios, Xalapa ha cambiado. Hay muchos sitios de diversión, pasos a desnivel, universidades, antros, salones de masajes honestos y deshonestos (o al revés), todo ello a cambio de esos estorbosos árboles que fueron fielmente derribados, esas frondas de flores y esos paisajes de ensueño que tan perniciosos son para la vida del espíritu y para los pulmones de los tísicos, que antes eran legión y hoy se cuentan con los dedos de las manos de un manco. Hoy damos gracias que no hay tantos árboles estorbando a los bellos coches. Algo que no ha cambiado es el hecho de que Mario Muñoz sigue vivo y no tiene para cuando descansar de tantos honores como recibe. Mario no murió de aburrimiento ni gracias al tratamiento contra la longevidad no deseada del doctor Kirilov, sino que sigue vivo pues encontró una razón de ser en la importación de damas extranjeras, con las que se casa y descasa fulminantemente. A todas ellas les pone residencia y les dice a adiós, con una generosidad sin par o una cautela muy sagaz (cualquiera sabe que el amor dura a lo máximo quince días y que después viene la venganza de la walkiria.)

Si hablando de Raúl Hernández Viveros de pronto me desvié hacia Mario Muñoz no fue por decisión caprichosa y sin lógica sino por la sospecha de que uno y otro son la misma persona. Nos encontramos ante un caso como el de Doctor Yenkill y Mister Hyde. Y si no, hagan la prueba: fíjense que cuando Raúl aparece, Mario Muñoz no está a la vista y viceversa. Fíjense en estas simetrías: Raúl y Mario fueron directores de La Palabra y el Hombre, Raúl y Mario son editores y críticos; uno y otro tienen la misma piel de turco vendedor de puros; los dos comparten una generosidad de santones orientales; los dos sonríen con timidez, nunca arriesgan una carcajada; los dos habitan casas laberínticas llenas de pasajes ocultos, samovares y objetos de ritos precortesianos.

Si Raúl Hernández Viveros tiene un defecto grave es que sabe ser amigo, que no desprecia a nadie, que es el perfecto anfitrión, que todo le da risa y que es capaz de arriesgar su condición de magnate inmobiliario por publicar un libro de algún joven talento. Y a quienes menosprecian la revista Cultura de VeracruZ les incito a que dejen sus ejemplares sobre la taza del baño y los lean en sus más dulces momentos de defecación. Allí inadvertidamente comenzarán a leer textos en verdad literarios, textos honrados, no bodrios intelectualoides, no pesadas lápidas, encontrarán nombres desconocidos y cuentos en verdad pasmosos. Lo que sí tiene Raúl es un olfato de sabueso para discernir entre lo que vale y lo que no vale. Ese olfato, que sin duda fue desarrollado durante sus peleas de perros en Ciudad Mendoza, hoy está al servicio de la literatura. Que viva por muchos años Raúl y la Cultura de VeracruZ. (Link de Francisco Cenamor)


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