Raúl Hernández Viveros
Hace varios años, en el "Diccionario Enciclopédico de Veracruz", me sorprendí con mi ficha bibliográfica, porque se me puso como originario del puerto de Veracruz. No obstante, pude sentirme por primera vez, en mi vida orgulloso de ser, imaginariamente, oriundo de la ciudad porteña, a través de la cual penetraron la cruz, la pólvora y las espadas de Toledo. También todavía entonces vivía Juan Vicente Melo, y era yo un apasionado por las obras de José Mancisidor. Hasta la actualidad, no puedo dejar de referirme a dichos impulsores del espacio narrativo, y de mi interés en la literatura.
Por aquella época llegaron a mis manos textos narrativos de Gabriel Fuster. No obstante, siempre pensé que se trataba de un seudónimo. Recuerdo que Juan Vicente Melo, en las reuniones que celebrábamos, cada mes, para revisar las colaboraciones que serían publicadas en
Sin embargo, continué con la idea de que era un nombre prestado con la finalidad de pasar desapercibido. De alguien que no buscaba la mínima trascendencia, y tampoco dar a conocer sus trabajos literarios. Apenas el año pasado, en otra reunión fantástica y llena de humor involuntario; en un salón frente a Villa del Mar, se me concedió el reconocimiento del editor del año. Por primera vez descubrí al verdadero veracruzano Gabriel Fuster, porque existió otro Gabriel Fuster Mayans, que tiene una calle en Palma-Mallorca; por supuesto conversamos sobre Juan Vicente Melo.
Al ver mi interés, hizo conmigo una excepción, y me entregó un sobre con libros suyos. Después se colocó en las manos un líquido antibacteriano, que extrajo de una botella de plástico, y se limpió las mejillas. No supo que agregar a mis recuerdos de Juan Vicente Melo. Yo reflexioné en el punto de unidad de nuestras vidas solitarias, mientras Gabriel Fuster seguía mirándome con ojos inexpresivos. No permanecí mucho en el puerto de Veracruz, y nos despedimos con un rutinario hasta la próxima vez.
Después de muchos meses, recibí su libro Leticia se aleja del Golfo de México, y desde el primer momento supe que iba a formar parte de Ediciones Cultura de VeracruZ. Durante dos noches me entregué a la lectura de cada relato; encontré pocos errores, mínimos gazapos, y hasta olvidos de poner puntos y apartes. Al final reconocí el poderío imaginativo de Gabriel Fuster; sentí fascinación por los indiscutibles excesos de la imaginación y la fuerza expresiva de las palabras.
Llegué a la conclusión que era uno de los mejores libros de relatos que Ediciones Cultura de VeracruZ, ha dado a la luz pública. Sus personajes rodearon los límites de la bipolaridad, propia y característica de Gabriel Fuster. Era el descubrimiento de una de las voces narrativas más importantes de las letras veracruzanas. La dimensión de sus textos permitía recordar la reflexión de Raymond Carver: "Pienso que es bueno que en un relato haya un leve aire de amenaza". Gabriel Fuster logró redimirse de su auténtico nombre; enfrentarse al insoportable peso del espacio narrativo, y formó parte de las imágenes en mi cerebro.
Cuando escribía mi reflexión sobre la lectura del libro de Gabriel Fuster, volví a recordar la ocasión que conocí a Juan Vicente Melo. Sucedió en los años estudiantiles; Luís Mario Schneider lo invitó a pasar unos días en nuestra ciudad, su figura delgada mostraba la fragilidad de las personas señaladas por el destino a sufrir las desgarraduras del alma. Fue una agradable visita, vino y se unió durante algunos días a las reuniones que se acostumbraban realizar en la casa de Luis Mario Schneider.
Gracias a los dos, pude conocer a Daniel Florescano Mayet, con quien compartí lecturas sobre literatura policíaca, y acepté el reto de leer las obras completas de Chester Himes. Creo que significó el nacimiento de mi interés por este género, que años después compartí con Juan Carlos Onetti, Sergio Pitol y Vicente Francisco Torres, considerado como el experto en dicho tipo de literatura.
Juan Vicente Melo regresó a la ciudad de México, pero antes logró contagiarme de su pasión por la música. Una década más tarde decidió vivir una temporada en nuestra ciudad, y tuvo a cargo la dirección de
A partir de este momento, debido a las intervenciones quirúrgicas quedó rengo y tuvo que caminar acompañado de un bastón. De esta forma, Juan Vicente Melo, volvió a nuestras reuniones, sin perder su fina ironía y tampoco su profundo conocimiento de las letras universales. Para aprovechar su presencia, lo invité a formar parte del Consejo de Redacción de
Sin embargo, el ron Bacardí empezó a hacer estragos en el débil cuerpo de Juan Vicente Melo, y luego de tomar cuatro vasos dejaba de razonar y perdía la compostura. Durante el homenaje de Juan García Onetti, hubo una comida. Al calor de las copas arrojó el bastón hacia la pista de baile, con el ritmo de la danzonera “Flor del mar”, demostró sus dotes como experto bailarín originario del puerto de Veracruz.
En cualquier caso, Juan Vicente Melo gozó, intensamente, sus últimos momentos de lucidez. Con aquellas fuerzas extraordinarias de su memoria, nunca pudo olvidar sus encuentros con Albert Camus, Ferdinand Celine, en los días que estudió en la capital francesa. Siempre creyó que no podía dar un paso hacia atrás y no tuvo la capacidad de oponer la mínima defensa en su autodestrucción.
El encuentro con Juan Carlos Onetti, fue como un rito en donde las almas gemelas se reconocieron al mirarse en el interior de sus heridas profundas y dolorosas, involucradas con el consumo fervoroso de bebidas embriagantes. No habría manera de gastar las bromas en estos asuntos etílicos, y de alguna forma demostraban la insistente necedad de abandonar la vida.
Herido de muerte, Juan Vicente Melo se fue a pasar los últimos días en el puerto de Veracruz, Gabriel Fuster me contó algunos episodios finales en el desenlace de esta figura literaria. Pero no pudo ocuparse de cuidarlo, porque sus hermanas cumplieron con ayudarlo a no morir solo. Tal vez no fue tan solitaria su despedida, porque lo acompañaron hasta los intentos finales de la despedida,
Juan Vicente Melo estaba señalado como uno de los más talentosos autores de su generación. Desde su desaparición física, llevé a cabo la recopilación de sus textos publicados en
Todavía Juan Vicente Melo, antes de trasladarse a refugiarse en su lugar de origen, me sorprendió con una pequeña obra maestra. Durante varias semanas entregó para su lectura, algunos capítulos de La rueca de Orfalia, Años anteriores a su partida fue objeto de un homenaje en el Congreso Nacional de Novela Mexicana. Su estrella brillaba en el firmamento, pero las dosis puntuales de alcohol degradaban sus pocas fuerzas.
Cuando falleció Juan García Ponce, a quien consideraba uno de sus hermanos, prometió escribir sobre los Juanes de México, tomando como base la definición de Alfonso Reyes, se refirió al más grande que era Juan Rulfo, y sonriendo demostraba su amor por Sor Juana. Siempre me gustaba pedirle la repetición de su viaje a Cuba, al principio de la revolución. Fue cuando era demasiado joven, y sin ningún tipo de escrúpulos, desde el primer encuentro se enamoró a primera vista de Fidel Castro. Me confesó, entre risas, que fue el amor de su vida, y en el aeropuerto “José Martí”, a gritos desde la escalerilla, antes de regresar a México, declaró su verdadera pasión y veneración hacia aquella figura legendaria. Aunque intenté darle la razón, al aceptar que Juan Vicente Melo conocía perfectamente la diferencia o frontera entre la realidad, nunca se lo dije.
No sé por qué, pero no logré comentarle todo esto, a Gabriel Fuster, y a Jaime Velásquez, hace varios días, en la ocasión que asistimos a un banquete para celebrar la aparición de Leticia se aleja del Golfo de México, cuyo título apenas si me dejó respirar. No obstante, intentamos gastar el tiempo en reconstruir el invento de la felicidad, y sin pensarlo, otra vez, de nuevo, volví a sacar el tema de Juan Vicente Melo.
Gabriel Fuster enmudeció ante mi insistencia de recordar al autor de La obediencia nocturna, y prefirió oprimir otra vez la botella de plástico con aquel líquido, que imaginaba era el antídoto contra las bacterias, y en un segundo impreciso de mi memoria, se lavó cada uno de sus dedos, y, en forma particular, mojó sus uñas; luego humedeció la palidez de su cara, y roció intensamente, algunos espacios en su cabeza. Frente a esta inconsolable lucha contra los microbios, intentaba salvar algunos restos de pureza. Sin darme cuenta fue a la caja, y, casi en secreto, realizó la operación de pagar. En la calle, los dos amigos, como un hijo que acompaña a su padre, abordaron la camioneta blanca que los alejó rumbo al Golfo de México.
Sin poder explicarlo, algunos recuerdos volvieron a la realidad. Para intentar olvidarlos y borrarlos de mi pensamiento, extraje de las profundidades de mi cerebro la despedida con Juan Vicente Melo. Entonces me regaló una libreta con sus apuntes de experto dermatólogo, junto a otro cuaderno con apuntes de textos dedicados a Víctor Hugo, y una fotostática enmarcada de su título de médico. En un rincón del pergamino artificial, escribió con su letra minúscula: “Con todo el afecto del Santo Niño Doctor de Veracruz”.
Desde la lejanía, la sonrisa enorme de Juan Vicente Melo, permitió agregar a su legado hacia mi persona, el anexo de una fotografía en colores, en donde puede contemplarse la figura de un niño vestido de médico, acompañada de su maletín con sus instrumentos de juguete, y del cuello un estetoscopio colgado de su cuello, sentado en su trono, a un costado del interior en la iglesia de Tepeaca, muy cerca de la ciudad de Puebla. Juan Vicente Melo, con bastante seriedad y lejos de la ironía, pudo asegurarme que se trataba de una imagen bendita, un regalo de sus padres, obsequiada desde el día de su graduación.
Años más tarde, viajé a dicha ciudad a comer una excelente barbacoa, a saborear las nieves de aguacate, chicharrón y frutas, al regreso se lo conté a Juan Vicente Melo, y me explicó que la cursilería era lo más complicado de la vida, y sentenció que sería muy difícil para mí llegar a experimentar el papel de ser ridículo. Después de su muerte, como un legado, metido en un sobre, en días pasados pude leer su mensaje hecho con su puño y letra: “Oración para todos los días: Postrado ante ti Santo Niño Doctor de los Enfermos, te pido un remedio espiritual para los males de mi cuerpo y de mi alma, si es del agrado de tu Divina Voluntad... Manda un rayo de luz a mi desfallecido espíritu, para examinar mi pasada vida, y saborear, lleno de júbilo, la alegría que experimenta el corazón arrepentido. Líbrame Santo Niño, de todas las enfermedades, de las calumnias, falsos testimonios, muerte repentina y de vivir en pecado mortal, y enciende en mi corazón el Sagrado fuego de tu amor, a tu Santísima Madre, y a su virginal esposo San José. Amén”
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