viernes, 31 de octubre de 2008

Edward Stachura



Raúl Hernández Viveros


La tranquila,

fría cara de la luna,

me pidió un beso.

Langston Hughes

Cuando me di cuenta, quedaban muy pocos recuerdos que olvidar. Desde aquella parte de mi vida, algunos pasajes comenzaron a esconderse detrás de las tardes aniquiladas por las horas inmensas de reflexión. Definitivamente los personajes se disfrazaron con ropas de muchos colores y máscaras del carnaval de Venecia. Algunos cantos y gemidos se alternaron con el sonido de la escritura de estas palabras. Nunca supe el instante en que advertí la destrucción del Edward Stachura.

Aquellos momentos perspicuos se transformaron como replicas infinitas dentro de las ventanas de la imaginación. No tuve la posibilidad de explicarme, o siquiera intentar evadir; y, al mismo tiempo, invadir las letras y símbolos que se escribieron en la frente del poeta, y salvo rescatar algunos fragmentos almacenados en las profundidades del interior de mi cerebro.

El desciframiento del misterioso disparate capaz de haber inventado la falacia de una enorme y vital amistad, que, sin embargo, integraron las primeras señas de identidad con la creación literaria. Las lecturas extraviadas en las páginas de obras inolvidables, y, a primera vista, efectivamente, incoherentes como el ritmo inútil de las cacofonías, o la revisión avergonzada de frases escritas en otros idiomas.

Mi primer encuentro con Edward Stachura se verificó hace varias décadas, cuando llegó invitado por la Facultad de Letras de la Universidad Veracruzana, a realizar una lectura de sus poemas. Aquel día misteriosamente, apareció en la puerta de mi habitación. Se presentó como si ya nos hubiéramos conocido desde la infancia. Después lo acompañé al hotel, en donde pasó casi una semana. No se porqué tuve la ocurrencia de llevarle una botella de ron cubano, que saboreamos en su habitación, antes de ir a comer a un lugar famoso por sus platillos de pescados y crustáceos fritos en aceite de oliva y suficiente ajo. Íbamos ya un poco alegres, y continuamos con el exterminio de aquel regalo cubano. Tal vez por culpa de mi juventud no apetecía yo otra cosa, y entonces Edward Stachura solicitó comprobar la excelencia y los prodigios del mezcal.

Fue un verdadero descubrimiento el sabor de este hermoso néctar extraído del corazón de un tipo de maguey, y que se añejaba en las panzas de enormes barricas de barro negro. Todavía pudimos llega a mi domicilio a saborear otro de los regalos de Fidel Castro. Después Edward Stachura sacó su guitarra del estuche y comenzó a ofrecer un recital de sus propios poemas, que también transformó en canciones, las cuales eran interpretadas con una desenfrenada pasión y algún resentimiento de amores extraviados. Al poco tiempo supe que ya formábamos parte de una cofradía de bohemios y personajes entrañables en las profundidades de la fiebre etílica.

No obstante, logré averiguar la hora en mi reloj y salimos al mundo rumbo al auditorio, que era el espacio seleccionado para el recital de poesía. Por fortuna tuvimos la ocurrencia de llegar puntuales. Me senté en la primera fila, y cuando Edward Stachura comenzó a rasgar las cuerdas, hubo un momento de nerviosismo, porque en un cerrar y abrir de los ojos, el poeta se fue de lado, vencido por el cansancio y el éxito del mezcal. Entonces su hombro izquierdo pudo chocar con un pedestal de madera que cargaba el busto del sabio Clavijero.

Antes de caer encima de las primeras butacas, el poeta emitió varios lamentos en el idioma de Witold Gombrowicz. Apenas logré alzarme de mi asiento y me aproximé a levantar la escultura realizada por Kioshi Takagashi, y como pude también acomodé en el pedestal el busto del insigne mexicano. El poeta también realizó el milagro de alzarse por su propio pie, y amoldó su sombrero en la cabeza metálica del primer etnólogo de México.

Tampoco recuerdo la forma en que huimos de aquella pesadilla. Detrás de nosotros los gritos y amenazas del director de la Facultad de Letras, golpearon nuestras espaldas como latigazos realizados por un experto domador de tigres. Afuera en la libertad de la calle, cada quien a su manera se escapó hacia el lugar elegido por su inconsciente o ángel de la guarda.

Al día siguiente pasé al hotel y me dijeron que el poeta había abandonado la habitación muy temprano. Nadie sabía de su destino. Desde el aeropuerto, Edward Stachura me habló por teléfono para despedirse; le prometí que muy pronto iría a visitarlo hasta Varsovia. Después de varios meses, sucedió la represión de estudiantes en México, y quedé horrorizado porque en mi ciudad hubo al mismo tiempo aprehensiones y violaciones a los Derechos Humanos. A mí me buscaban por la sospecha de tener amigos polacos y cubanos. Principalmente porque fui amigo del señor de Las Armas, que era el embajador de Cuba, y lo único que me interesaba cuando iba a visitarlo, era la entrega puntual cada mes de una caja de ron.

Por dicho delito podía ser detenido yo en cualquier parte de la ciudad. Mis amigos Lorenzo y Mario lograron escapar un poco antes. Uno se fue a estudiar literatura a Varsovia, y el otro cinematografía a Lodz. Eran sospechosos de organizar semanas culturales dedicadas a exterminar el líquido de botellas de vodka, que abastecía regularmente el agregado cultural de la embajada de Polonia. Una noche, varios conocidos fueron capturados, y nunca supimos nada de ellos. Tuve la fortuna de contar con mi pasaporte en regla, y me dieron de inmediato la visa para irme un año a Polonia.

Viajé a escondidas en autobuses de segunda clase hasta la frontera, y luego me encaminé hacia Nuevo Orleáns. Allí me esperaba un barco polaco, que me dio asilo por más de veinte días, hasta que llegamos a la hermosa ciudad de Gdansk. En el viaje los oficiales me invitaban a compartir con ellos, y los días pasaron llenos de alegría y nostalgia, pero bañados con vodka. Cuando el barco comenzó a entrar en el puerto, desde la cubierta, a lo lejos pude vislumbrar dos pequeñas figuras que hacían señas y movimientos con sus manos. Al aproximarnos vi el rostro de Mario Muñoz, acompañado de la imagen inmortal de Edward Stachura, habían viajado a darme la bienvenida.

Pocas veces he sentido tanta felicidad. No obstante me dejaron saborear muy poco la arquitectura hermosa de la ciudad. De inmediato me trasladaron a la estación de trenes, y todavía yo no podía creer que ya estaba en Polonia, cuando el ferrocarril penetraba en Varsovia. Con la velocidad de los acontecimientos, acepté vivir algunos días en el departamento de Edward Stachura, al otro lado del río Vístula.

Gracias a su hospitalidad, pasé algunas semanas. Me acomodaba todas las noches en un catre, instalado a un lado de un cuarto vecino al minúsculo baño, que mostraba la tina, el lavamanos y encima la regadera; todo entre la estreches de las paredes. Una tarde aparecieron los invitados de Edward Stachura, quienes de inmediato se apoderaron de la mesa en la cocina. Creo que apenas eran las siete de la noche. Se trataba de un grupo de personajes extraídos de algún relato de Antón Chejov, porque el aspecto excéntrico iba más allá de la cursilería, más bien era una caricatura de una película de gángsteres en Chicago.

Los cuartos del departamento se cubrieron de la espesa neblina originada por el humo de los cigarrillos. Sólo uno de los invitados se interesó por mi presencia, y Edward Stachura exclamó en voz alta que se trataba de un amigo mexicano, descendiente de Moctezuma. Sin embargo, de reojo algunos me analizaron como un objeto caído del cielo, procedente de algún planeta lejano. Gracias al cansancio logré derribarme bajo una piel de borrego. Cuando desperté el reloj marcaba las ocho de la mañana y el olor del tabaco impregnaba el pelo de mi cabeza, la piel de mi cara, y sentí los ojos agrietados por una capa de alquitrán.

Sigilosamente entré al baño que estaba cubierto de ceniza, restos de cigarrillos, botellas vacías, y afeité los pocos pelos de mi quijada. Luego me duché durante casi una hora. Ellos continuaron sin alzar la vista de las barajas, y Edward Stachura bromeó conmigo sobre la impertinente necesidad de bañarme todos los días. Después sus instrucciones sonaron como un estallido entre las sombras que movían las manos y apretaban los pedazos de cartón; me ordenó que fuera a una casa, en donde clandestinamente fabricaban y vendían botellas de vodka. Por teléfono ya había ordenado dos cajas de agua sagrada de Polonia.

Sin pensarlo dos veces, tomé algunas cosas, las acomodé en mi pequeña maleta, y salí sin despedirme de nadie. Atravesé el río Vistula, y no regresé jamás al barrio obrero en donde vivía Edward Stachura. Me instalé en el lado opuesto de la ciudad, renté un departamento al lado de la avenida Moscú. Casi todos los días pasé intentando estudiar los trastornos mentales que había percibido alrededor del poeta.

Cuando conocí a Edward Stachura, nunca me preocupé por advertir las mínimas insinuaciones del destino en aquel rostro con nariz afilada, varios rizos rubios en la cabellera, empedernido fumador y “bebedor del vino y las mujeres”; como lo señaló Miguel Hernández. Con su discreto tartamudeo, volví a recordar la tarde que se me apareció, acompañado de Orlando Guillén Tapia. Fue antes del movimiento estudiantil de 1968, que el poeta polaco vino a la capital veracruzana a ofrecer una serie de recitales, acompañado de su guitarra y un sombrero de pelo fino.

Desde aquel momento nos hicimos casi hermanos de estas aventuras literarias llenas de bohemia. Al poco tiempo en la Universidad Veracruzana, se dio a conocer su poemario: “Que devore la langosta el jardín. Después hicimos planes de recorrer el estado de Oaxaca. Pero al final, nada más lo acompañé hasta Tehuacan, y en aquella mañana se embarcó en dirección a la capital oaxaqueña. Me gustaba escuchar sus canciones desprendidas de algunos poemas suyos, que con el tono de su voz significaban lamentos de un ser humano extraviado lejos de su lugar de origen.

Al poco tiempo me invitó a pasar una temporada en su departamento situado al otro lado del rio Vistula. Viví una temporada entre las reuniones en su estudio, donde Edward Stachura escribía sus poesías, y leía en varios idiomas a escritores de otras latitudes. Me intrigaba su mirada hacia el infinito, detrás de sus ojos azules. Durante aquellos días, todavía Varsovia respiraba una atmósfera de posguerra, y las escenas eran como en blanco y negro.

Sin embargo, existía un ambiente decadente en varias partes de la ciudad, principalmente en el barrio que vivía Edward Stachura. Lo acompañé en algunas ocasiones a recorrer bares clandestinos que trabajaban sólo por las noches. Otras veces colapsamos entre sus canciones y agua bendita hecha en Polonia. Era como haber estado en compañía de un hermano mayor. Su voz desgarraba la angustia de una persona que jamás aceptó los honores que le correspondían, y resolvió donar sus regalías a instituciones de beneficencia.

Edward Stachura se consideraba europeo al llevar sangre francesa en sus venas, amar intensamente a su lugar de origen, y a México. Al grado que decidió aprender varias palabras en náhuatl, en parte por el idéntico parecido con algunos sonidos pronunciados en polaco. Me asomé entonces al interior del pensamiento de Edward Stachura, y no logré percibir signos oscuros de su propio destino. Con el paso de los meses, logró dar a luz pública un disco con sus “Canciones”, que me regaló antes de abandonarnos para siempre. Estuve mucho tiempo demasiado emocionado con su obsequio, que olvidé el día de la despedida cuando sentí la certeza de que se había disfrazado para cantar y bailar en el carnaval del Venecia.

Años más tarde, me encontraba inmerso en la redacción de un ensayo sobre el suicidio de Ernest Hemingway, y de los italianos Emilio Salgari y Cesare Pavese, entonces Mario Muñoz acababa de llegar de uno de sus tantos viajes a Polonia, y me contó algunos pasajes de la muerte de Edward Stachura. Lo cierto es que jamás pude olvidar las líneas de Pavese: “La palabra mito está hoy, con razón, un tanto desacreditada. Pero utilizándola para indicar esa interior imagen estática, embrional, grávida de posibles desarrollos, que se haya en el origen de cualquier creación poética, no creemos hablar un lenguaje místico ni estetizante”. Estos mensajes me hicieron pensar entonces en que fue inevitable enfrentarme a lo postergable. Entre estas reflexiones, volví a pensar en que, posteriormente, Edward Stachura se transformó en uno más de los mitos de Europa. Al transcurrir del tiempo, no imaginé que iba a tener la posibilidad de mirar su imagen, y escuchar sus canciones en Internet.

Fue el derrumbe de mis pocos sentimientos, al darme cuente de que participé en la decadencia del espíritu creador de Edward Stachura. Era un vacío singular y distinto al que sentí en mi precoz juventud. De todas maneras, Varsovia fue la extraña prueba de vivir la experiencia de un misterioso paisaje entre las sombras del significado que marca el límite efímero, entre la vida y la muerte.

Edward Stachura escribió miles de poesías, y llevaba un diario de sus días sobre la tierra. Unos días antes de abandonar Polonia, lo encontré bastante alterado en la ciudad vieja, y acepté su invitación a comer en el famoso “Pato de Oro”. Pese a mis sugerencias de beber algunos vasos de agua polaca, rechazó mi propuesta. Se veía preocupado por enfrentar la primera gira de sus recitales en varias capitales europeas. Noté pálido enfermizo su rostro que hizo destacar su extraordinaria mirada.

Al despedirnos, logré comparar al poeta alegre que visitó México, con la persona triste, vestida con un traje negro, igual a un párroco de pueblo. Imaginé que se había disfrazado para asistir al carnaval de Venecia. Tuve el valor de preguntarle sobre su oscura vestimenta, aclarándole que le faltaba la máscara. Me confesó que llevaba un mes sin jugar a las cartas, y me juró que había abandonado los vicios. Fue a principios de los setentas. Al darme el abrazo de despedida, confesó que era otro, en voz baja dijo que al fin había logrado hablar con Dios, quien le había ordenado no escribir más, dejar las parrandas y vivir en la sencillez del paraíso terrenal.

Realmente sentí aquel encuentro casi sobrenatural, un sueño dentro de algo que proyectaba mágicamente los rasgos de una vida anterior. Un sueño exótico en el espacio de un infinito. De la lucidez del secreto de aquel hombre taciturno, emergió en sus breves palabras, el alejamiento del infierno. Fue inevitable rechazar su confesión, y principalmente oponerse a la sentencia divina.

El recuerdo apaciguador persistió antes de que me inquietaran los designios del inverosímil castigo. Su decisión de tener que cortarse la mano derecha para nunca volver a utilizarla en la escritura, tampoco tener la posibilidad de llenar los vasos y brindar por los buenos momentos que nos regalaba la vida, simbolizó el único camino en aquel laberinto recóndito.

Bajo el influjo de la inspiración de haber escuchado a Dios, Edward Stachura no tuvo más refugio que buscar la bendición entre los santos y vírgenes. Era sin duda la inquebrantable despedida. Desde aquella ocasión llegué a sentir, que la infinita dimensión de nuestra existencia, mostraba la fugacidad existencial en las líneas, las cuales atravesaban las manos, sellando el destino del poeta, frente a su tenaz decisión de aceptar la voluntad divina.

Años más tarde, estuve una temporada en Turín, y comprendí que Edward Stachura, se propuso intentar dominar la poesía, que transformó en canciones para comunicarse con la mayor parte de lectores. Lo cual le permitió evadir la burla o consagración, y los honores de la fama. Con este razonamiento decidí viajar a la celebración del carnaval de Venecia. Entre la aburrición y el agotamiento, pasé varios días disfrazado con un traje de arlequín con ropa de colores y una máscara blanca.

Después aproveché aquel tiempo y regresé a Turín. Al salir de la estación Puerta Nueva, me hospedé una noche en el hotel Roma. Por la mañana tomé varias fotografías de la placa que advertía de la muerte de Cesare Pavese. Con estas imágenes concluí dejar en el olvido la escritura del ensayo sobre los escritores suicidas. Recogí mis pertenencias, y me fui a vivir una temporada en la casa de Alberto Guaraldo, situada en la avenida Lecce número 70, muy cerca del edificio donde Emilio Salgari escribió: "A mis editores: A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semi-miseria o aún peor, sólo os pido que en compensación por las ganancias que os he proporcionado, os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma".

Sin embargo, la bendición llegó en octubre, porque con su hermano Alfredo fui a Ivrea, a participar en la vendimia de aquel otoño. Entre los viñedos, pude oprimir un puñado de tierra con restos de fósiles marinos, que le enseñé a mis compañeros, y entonces Alfredo compartió su idea de que el diluvio universal había caído sobre esta parte de Italia. Sólo pude alzar los ojos hacia el cielo azul, y tuve la certeza de sentir la mirada del poeta.

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