lunes, 20 de junio de 2011

La magia de las flores





Raúl Hernández Viveros


La magia de las flores






Durante cierto periodo de sus vidas, algunos hombres y mujeres tuvieron la posibilidad de vivir sus respectivos sueños. Los primeros habitantes descubrieron los manantiales rodeados de flores y arbustos, y entre las montañas comprendieron que soñaban. Las escenas en colores presentaban el paisaje insólito, salvaje e idílico. Por las colinas, las sombras de la vegetación acompañaban los hilos de agua transparente que descendían del Pico de Orizaba.


Al principio los colonizadores eligieron el lugar exacto. También proyectaron los planos, en donde iban a quedar la iglesia, el Palacio de Gobierno, la guarnición militar, la escuela y el hospital. Antes en el puerto de Veracruz, diseñaron los muros alrededor de las casas de madera. La misma arquitectura que se repitió en el centro de la capital de México.


Luego los viajeros reconocieron que se trataba de un lugar ideal de paso entre el mar y la montaña. Era la escala obligatoria para el descanso en el transporte de mercancías. Las bellezas naturales encantaron a los recién llegados a Jalapa. De inmediato la brisa los envolvía con la fragancia, y no pudieron olvidar el perfume de las flores. Los primeros visitantes cautivados, decidieron construir sus residencias sobre esta sombra del paraíso.


Como en un centro ceremonial, acostumbraban pasear por los senderos y ascender encima de la pirámide del cerro del Macuiltepetl. Desde allí observaban el valle, que en pocos años se llenó de edificios coloniales y casas de madera. Con el lamento de las ramas de los pinos brotaron los caseríos. Al paso del tiempo organizaron una de las más importantes ferias nacionales, en la cual se mostraban y difundían los productos manufacturados por la industria local. Igualmente se presentaron las novedades de Europa, África, Oriente y Asia, al público asistente.


En otra parte de la población, permanecía la exhibición de plantas y flores regionales, y el amor por estas tierras aumentó a través de la memoria. Por otra parte, existía el orgullo de considerarse los inventores de la extraordinaria purga, brebaje que compraban directamente los boticarios europeos. No obstante, varios grupos de expedicionarios abordaron los límites de la ciudad, en búsqueda de la fórmula del purgante y de los materiales empleados en los dulces elaborados por las manos benditas de las monjas del convento de las Madres Superioras.


Se trataba de figuras perfectas de frutas, que eran la delicia del paladar de reyes, príncipes, duques y demás miembros de la aristocracia española, italiana, francesa y austriaca. Las monjas trabajaban en secreto; escondidas entre el humo de la cocina, y en los laberintos del convento. El misterio rodeaba los movimientos de las túnicas. Y de esta manera, la promesa del silencio sepulcral demostró la firme disciplina y la superstición de irse al infierno, en caso de hablar de más, o informar sobre el invento de aquellos dulces. Gracias al juramento se iluminaba el esfuerzo de brazos y manos femeninas que batían la masa y daban forma a los dulces.


La fama de Jalapa invadió todos los rincones del mundo. Se puso de moda servir en bandejas de plata estas piezas de dulces que simulaban ser verdaderas piñas, plátanos, naranjas, higos, fresas, mangos y manzanas; simulados productos originarios y sembrados en el nuevo mundo. La palabra “delicioso” encontró el equivalente para el término dessert: signo de alcurnia y elegantes modales de la sociedad europea. No faltaban los dulces de las monjas en el seno de las familias de sangre azul, y en otras etnias que por lo menos respetaran y conservaran sus usos, costumbres y tradiciones.


Los parientes próximos a los zares de Rusia pagaron en oro la importación de cajas de dulces de las monjas. Se contrataron selectos grupos de mercenarios, especializados en facilitar y vigilar los embarques en el puerto de Veracruz. Dentro de las bodegas de los barcos llegaban en buenas condiciones a Cádiz, Barcelona, Génova, Atenas. En algunas ocasiones, entre la neblina del Atlántico, desde los barcos piratas irrumpieron las expediciones de bandidos y maleantes con la misión de apoderarse, a como diera lugar del manjar divino de las monjas.


Decenas de emisarios del pirata inglés Francis Drake, fueron aprehendidos cuando atacaban los claustros del convento, o en los instantes en que las monjas deseaban y anhelaban obtener la bendición de la hostia. En un atardecer sofocante y abrasador, cientos de piratas abandonaron sus vidas en la soga del patíbulo, instalado en el centro de la ciudad, ante la mirada complaciente y resignada de miles de personas arremolinadas en torno al cadalso. Todo estaba perfectamente coordinado por la sagacidad, ingenio y experiencia del verdugo en turno, que a cada rato solicitaba los prolongados aplausos y monedas, y las carretas para transportar a los difuntos infieles.


Sin embargo, algunos facinerosos dejaron la semilla de su sangre dentro de muchas monjas, que se vieron forzadas a dejar la dignidad religiosa y la entrega a la fe y pasión de Dios. Dichas mujeres en silencio y amor ofrendaron sus últimos días a la siembra y cosecha de flores, que vendían en fiestas de casamiento, quince años o primera comunión. En casos respetables, adornaron los servicios fúnebres que algún valiente patriota transformado en héroe, o bien al final se dio el ilustre nombre a la Calle Real, la principal de la ciudad.


Los niños rubios se mezclaban en la escuela cantonal, y destacaban por sus rasgos ingleses de honor, justicia y fidelidad, en lugar de continuar la tradición de valentía de sus padres aventureros. Con su flema británica asimilaron pacientemente los episodios de la revolución, y aplaudieron el paso de los nuevos ídolos que vestían uniformes de variados colores, igual que intercambiaban mujeres, amores y causas ajenas. Esto influyó posiblemente en el nacimiento de la raza, que originó la creación de personalidades brillantes y valiosas en el ámbito nacional.


Aquellos hombres estuvieron a cargo de los destinos de la nación, y encabezaron los movimientos en el viraje hacia los tiempos de modernización. Dentro de los cambios que hubo en las capitales europeas, creció el prestigio de los dulces de las monjas, y decayó la popularidad de los chiles jalapeños, la importancia del café, el tráfico del tabaco, la adquisición de cacao y el empleo del azúcar de caña.


El vientre de esta tierra cautivaba con sus frutos a cualquier pueblo de Europa. Hasta China llegó la noticia de los dulces de las monjas. Cierto emperador contaba a sus descendientes que ni siquiera su extraordinario cocinero, acompañado del más sabio de su corte, lograron separar y descifrar los ingredientes de la masa de harina y dulce. El emperador enrojeció de vergüenza cuando tuvo que pagar demasiado con tal de recibir su dotación semestral de caja de dulces de las monjas.


Por el juramento, varias generaciones de estas mujeres se llevaron el secreto a la tumba. En vano los agentes extranjeros y espías buscaron sacar a la luz pública la receta de estos formidables bocadillos. Con insolentes palabras fue pregonado el rumor sobre el conocimiento de las hierbas que integraban la fórmula del purgante, que manos expertas se llevaron hasta el viejo continente. Entonces las botellas patentadas en diferentes países, inundaron los estantes de las boticas de Lisboa, París, Roma y Madrid.


Los fabricantes de Jalapa, aturdidos y vejados por los gritos de burla y risas irónicas, decidieron cerrar su negocio. Todavía sobreviven los restos de los muros de la fábrica en el Paseo de los Lagos. Lo irrefrenable ola de rumores impulsó a la muerte al heredero, que se dejó llevar por la tristeza de no haber logrado ir a conocer el escenario del éxito de los falsificados purgantes europeos.


De golpe las tardes se envolvieron en la neblina de otoño, y con las fiestas de Navidad y Año Nuevo prosiguió la exportación de los dulces de las monjas. Como si se tratara de un manjar de los dioses, su consumo volvió a traspasar las fronteras. En la Casa Blanca devoraban estos postres en la cena de Acción de Gracias. El Vaticano integró una comisión en la Santa Rota que tuvo como objetivo convencer a las monjas de que confesaran y dieran a conocer la fórmula.


Por parte de su Santidad resultó un fiasco y enojo el hermetismo y silencio de las monjas; delante de sus ojos, en la magnitud de los lentes de aumento, los dulces semejaban frutas de verdad, que de inmediato daban ganas de acariciar, devorar y sentir entre la lengua y los dientes. A todos los invitados de la Santa Sede se les regalaban pequeñas cajas con nuestras de los dulces de las monjas. De preferencia a los embajadores enviados de potencias de los imperios, otorgaban recipientes de plata con una docena de frutas. A los demás conocidos y recomendados, cajas de madera con media docena.


El dulce no podía ser otra cosa que un regalo de Dios. El sueño de la inmortalidad anunciaba el umbral de la realidad, gracias a la sabiduría y genialidad de las manos de las mujeres que ofrendaban su talento y virginidad a la fe divina y sagrada. Los ojos inquietantes de las monjas brillaban a la hora de estar arrodilladas, en el instante de la elevación. Ellas disfrutaban con la intensidad, disciplina y veneración de que es capaz el ser humano por dar plena satisfacción, y se murmuraba que cedían a los instintos de la gula, la envidia y los celos, en un acto de verdadera fe.


Como en el fondo de un imprevisible y misterioso sueño, el poder de la grandeza y la eternidad del arte, se encantaban con los dulces de las monjas. La lealtad hacia el secreto de confesión fue investigada y analizaba por una comisión de cardenales. En los días siguientes, desde Roma partieron los sacerdotes a clausurar el convento. Los delegados apostólicos cumplieron al pie de la letra las instrucciones. En los alrededores, la pena e indignación cruzaron el rostro de los vecinos.


Nadie pudo creer que fueran declaradas culpables de vivir en pecado mortal, principalmente involucradas en ritos satánicos y perversos. La venganza fue subrayada en la lectura de la condena. El edicto marcaba el emparedamiento a cal, arena y piedras, tanto de las ventanas como de las puertas en cada habitación de las monjas. Desde el convento, en el aire flotó por las calles, el coro femenino de de canciones que alababan y suplicaban el perdón de Dios. Con las manos entrelazadas, las monjas apretaban los rosarios, y durante varios años gracias a la expiación de sus almas, sus cuerpos permanecieron incólumes como si hubieran unas horas recién quedado sin vida.


Los cantos amenizaban todas las mañanas el patio del convento. En las ciudades inmediatas llegaron las noticias del castigo divino. Las monjas, hundidas hasta el cuello en piedras y argamasa, seguían cantando. Los visitantes regresaban a su lugar de origen, porque había comenzado a correr el rumor de que la tierra estaba a punto de abrirse. El frío laceraba la piel de los viajeros, impidiéndoles lamentarse y pedir auxilio. Una garra dolorosamente sujetaba los cuellos, y en los rostros de las mujeres, se dibujaban los agujeros del miedo.


Pero no hizo falta esperar mucho. Aquella mañana de abril, un terremoto derribó algunos edificios coloniales del centro de la ciudad, y bajo los escombros perecieron cientos de personas. De pronto, en medio de las ruinas, el arzobispo con su lujoso ropón, su figura impecable y perfecta apareció frente al convento. Desde la puerta principal, las monjas a señas, le ofrecieron charolas que exhibían las frutas de dulce. El fulgor del sol iluminó cada una de las tonalidades del coro femenino.


Sobre los techos de tejas empezó a caer la pausada lluvia de flores; la fragancia perfumó las paredes de las casas y edificios. Después de tanto tiempo, pasaron los días de llanto y perdón en el vendaval de la memoria. El sueño acompañaba el camino hacia el recuerdo. A la mañana siguiente, la capilla del convento funcionó de recinto de la misa. El arzobispo confesó en público el milagro de haberse encontrado a sí mismo, en la música nunca oída y la dulzura de los cantos de las mujeres que inundaban sus oídos, mientras la muchedumbre se arremolinaba alrededor del altar.


El arzobispo, con desdén y temor, contribuyó a la entrega de hostias a las monjas quienes, apenas obtenían el don divino, se transformaban en rosas, anturios y orquídeas que abarrotaban el espacio de la casa de Dios. Los corredores, escaleras y huecos del convento, se embellecieron con el colorido y la fragancia de la naturaleza. Más allá, por las banquetas, en las entradas de las casas, sobre los barandales de las terrazas y balcones, las flores despertaban radiantes de felicidad.


El arzobispo sonrió porque no tuvo la fortaleza de rechazar o negarse a morder las frutas de dulce que adornaban el interior del cáliz. Luego dirigió el rostro a lo alto de la cruz del altar, y en silencio alargó su lengua sobre la piel inmaculada del higo y la manzana que brillaban bajo la luz del cielo. Tuvo una sensación de vacío que apenas pudo controlar, y comprendió el significado inescrutable de la juventud, al gozar el cuerpo y la sangre de Cristo.


El milagro de la resurrección fue constatado por los feligreses que asistieron a la apertura del convento, que tenía muchos años de haber sido clausurado por instrucciones de la Santa Rota. Entre algunos papeles que fueron utilizados para sellar algunos resquicios de ventanas y puertas, con letra antigua pudieron descifrarse estas palabras:


“Siempre la ética plantea en todo tipo de proceso, en efecto, los intereses individuales y colectivos. Esto puede llevar a las falsedades de lograr una sentencia. Se busca conocer la verdad. La importancia de la conciencia moral hace probable la búsqueda de la verdad. Pueden darse casos en los que se manifieste esa aquiescencia, como un milagro”.&






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