miércoles, 17 de septiembre de 2008




Las nobles crisálidas

El sufrimiento no nos hace mejores, pero si más profundos, nos obliga a descender al fondo de nosotros mismos.

Nietzsche

I

¿Cuándo fue que comenzó mi memoria a repetir las cosas que me rodeaban? No lo recuerdo bien. Creo que aconteció a los seis años de edad, sí. Todo me parece como un sueño lejano en el cual los personajes y situaciones no llegaban plenamente a dilucidarse. Les conté la historia a mis hermanas, y me prometieron escribir sus propias versiones. Nunca supe si lograron recrear el amor de mi vida porque dejaron de hablar de estas cosas, y tampoco sabía cómo la electricidad podía escaparse por los apagadores dejándonos rodeados de la oscuridad.

Después, en mis relatos a los clientes de la tienda les hablé de mis amores. En mis adentros nació la pasión que nutrió mis memorias. Dos o tres líneas no coincidieron en los pecados de juventud. La forma de los labios y el color de los ojos; estaba seguro que eran verdes. También quise agregar que las conocí desde la infancia. Una mañana de un domingo escuché sus voces. El aliento de sus bocas y los latidos de sus corazones.

Mi madre me pidió que tuviera cuidado con las mujeres. Hubo un receso en las conversaciones de mi padre, quien no me dejaba salir mucho de la casa, y el agotamiento y la aburrición eran todo lo que tenía. Entonces se le ocurrió el plan de abrir otra tienda en la sala que daba a la calle.

Ni siquiera sería capaz de mencionar el nombre del día o el mes exacto en que se quemó el mercado del barrio de Santa Rosa. Durante la mañana, los vecinos salieron de sus casas. Mi madre se lamentaba porque su esposo no regresaba todavía de su acostumbrada noche de juerga y entretenimiento.

El mercado se convirtió en montones de basura, caliza y lodo. Los principales palos mutilados de las estructuras mostraban manchones negros y de las heridas salían hilachos de humo. Con mis hermanos fui a rescatar decenas de monedas entre los restos chamuscados. Monedas de oro, plata y cobre eran recogidas por mis manos. Bajo el rostro de la desgracia me puse a patear las latas infladas de leche Nestlé.

Al parecer mi padre, bajo los efectos de la borrachera, lo primero que hizo fue darme de cuerazos por ser más chico de la familia. Luego en lugar de ayudar, tambaleándose, me cargó en sus brazos y dormí muchas horas a su lado. Al día siguiente despertó quejándose por su cuerpo devorado por la fiebre y las lenguas del fuego del incendio. Su piel causaba asco por el color amarillento. Y gritó muchas cosas feas contra Dios y sus antepasados.

Más tarde corrió despavorido por la calle. Se enfrentaba a los estragos del holocausto. Por varias semanas fue uno más de los damnificados a quien el gobierno tuvo que ayudar. Mi madre sacó a relucir sus ahorros en una caja de galletas. Los centenarios fueron vendidos al judío que administraba la funeraria del barrio.

Al poco tiempo, ella dirigió a los carpinteros en la instalación de la tienda en la casa. Mientras tanto mi padre gastaba sus horas en teñir, con el sudor de su cuerpo, la ropa interior. Carmela, la mujer que iba a cuidarme todos los días, hervía en jabón y agua los calzones y camisetas.

Mi padre prometió ante la virgen de Guadalupe que dejaría de embriagarse, y en pocos meses su piel recuperó su color normal. Dedicó más tiempo al cuidado de la tienda. Cuando no llegaban clientes a comprar café, azúcar o fríjol, sacaba un cajón de madera e invitaban a los transeúntes a sentarse para cortarles el pelo. No supe cómo aprendió el oficio de peluquero. En otros ratos libres capaba los cerdos que le llevaban los vecinos.

Ganaba lo suficiente. Por las noches conversaba de sus experiencias a cargo de la administración de un rancho en el estado de Puebla. Mis hermanos, incrédulos, aprovechaban la ocasión de comer más de la cuenta. En la cena proseguía el relato y las anécdotas se desgranaban en la mesa. La historia de la muerte de una hermana que no conocí, aplastada por las patas de los caballos, me hacía llorar demasiado.

A veces, en las noches, mi padre me sacaba de la cama grande, y efectuaba una serie de movimientos extraños alrededor del cuerpo de mi madre. En una ocasión le eché a perder sus ejercicios. Era noviembre, y al principio yo sentía mucho frío. De golpe la sangre se me transformó en las venas. El sudor bañaba mi rostro. El sol maravilloso arrojó sus rayos. Al abrir los ojos el brillo me obligó a cerrarlos. Escuchando los gritos de mi padre traté de urdir otras cosas en mi pensamiento. Las garras de un monstruo trataban de aprisionarme. La sonrisa cruel, el aliento fétido y el terror atravesaron en mi piel y penetrando en las fosas nasales. Pude oponer resistencia a las pezuñas y grité con todas mis fuerzas. En la penumbra mi padre agotaba su cinturón frente al diablo que me cargaba.

En la mañana no logré pronunciar una palabra o un sonido. La garganta no permitía la salida y entrada de aire. La fiebre continuaba haciendo estragos en mi organismo. Desde el catre contemplé a mi madre que mandaba a Carmela a traer al doctor Cárdenas. Más tarde escuché los aplausos de mi padre que satisfecho felicitaba la acción del médico de recetarme inyecciones de penicilina. Fueron doce ampolletas diarias. En este periodo de enfermedad, anhelé crecer lo más pronto posible.

En cada ocasión que mis oídos percibían los rumores de ellos, prefería escapar a otro lado de la casa. Al final, mis hermanas se compadecieron admitiéndome en su cama. Había logrado convencerlas de que yo ya no era el consentido. De esta forma descubrí que somos diferentes: ellas se sentaban a orinar, pues les era imposible hacerlo paradas. Tratando no enfermarme pasaron las semanas.

Un día encontré el escondite perfecto. Debajo de la tarima había el espacio suficiente en el cual insertaba la cabeza, el pecho, las piernas y los pies. Era un pequeño tapanco hecho con el fin de que mis hermanas pudieran lavar los trastes de la cocina. A través de las rendijas observaba las faldas, los muslos, los vellos que emergían de la ropa y el vaivén de sus vestidos. Oía las conversaciones de mi familia y estaba enterado de los proyectos de mis padres.

A causa del polvo y la mugre de mis uñas que acariciaban las tablas, mi vientre semejaba una pelota. No podía introducirme en mi atalaya y decidí pasar el tiempo acostado en la cama de mis hermanas. Hasta que en las noches los dolores de mi estómago no me dejaron dormir. En la oscuridad escuché la historia que mi hermana la mayor, narraba entre murmullos, casi en secreto.

Dijo que ella iba a estudiar, y que yo no iría a la escuela porque se me olvidaban los nombres de las personas y de las cosas. Hablé acerca de un hombre sin recuerdos, sin familia y casa, que tenía como hogar un cajón de madera. Sin nombre, ni sexo, ni país. Nada de hijos y de esposa. Sólo su propia sombra.

No pude resistir y desalojé lo que tenía adentro en mis entrañas, a un lado de la cama. Por lo menos que mi padre se había ido a abrir la tienda. Mi madre no dijo ninguna palabra, y a señas vi que mandaba a Carmela a traer a doña Sabinita. Mientras mis hermanas me regañaban por haberme enfermado, el mundo daba vueltas en mi cabeza.

La anciana preparó un té de hierbas, carbonato y un chorro de aceite oliva. Bebí el brebaje caliente. Ella aplastó en mi espalda un ramo de hojas de higuerillas untadas de manteca de cerdo. Encima de mi vientre, ella frotó una plasta de ajos, cebollas y alcohol. Me cubrió con capas de periódicos y dormí muchas horas en una sola posición. En la noche regresó a curarme el empacho.

En una semana comí únicamente caldo de pollo con tortilla tostada. A la segunda quincena, después de tomar en ayunas bastante epazote y semillas frescas de papaya; una mañana sentí a las lombrices escapándose por mi garganta y colgaban de mis labios abiertos. Corrí hacia el patio y mis hermanas creyeron que jugaba yo a las escondidillas.

Mi hermano, por ser el más fuerte, logró extraer una lombriz gruesa y larga que se negaba a dejar mi ano. Mientras mis hermanas se divertían quemando a otras lombrices en las llamas de la estufa, sentí misericordia por los habitantes de mis tripas, y me puse a llorar desconsoladamente en los brazos secos de la triunfante Sabinita.

Al mes siguiente, aliviado advertí otro lugar de mis escapatorias. Detrás del mostrador de la tienda, para verse un poco altos, mi padre y un carpintero colocaron una majestuosa tarima. Mi labor consistía en barrer los rincones. Moviendo la escoba de un lado a otro, repasaba papeles, semillas, chiles secos, monedas y de vez en cuando, alguno que otro billete. La tienda se llenó de clientes y yo me lanzaba bajo las tablas. Desde allí analizaba el tránsito de zapatos y piernas de todos los tamaños.

Tampoco recuerdo el día que escribí la primera vez en una hoja de papel. Y menos la vez que leí mis letras iniciales. En los ratos libres hacía dibujos en los pliegos de papel de estraza. Jugaba a imaginar guerras interminables en las montañas, en los mares y en las ciudades. Con las corcholatas de colores formaba mis ejércitos de soldados en pleno combate.

Intenté siempre copiar y repetir las historias de las tiras cómicas de los periódicos. Dicha actividad fue una de mis pasiones favoritas. No se quedaban los nombres de mis personajes en mi cabeza. En la escuela se burlaban de mi torpeza y lentitud en pronunciar ciertos sonidos de las consonantes. Creo que la culpa la tuvo mi padre, que seguramente me engendró en sus días de fiesta y aguardiente.

Desde entonces prefería salir lo menos posibles de mis escondites. Una tarde oscureció muy temprano de la hora acostumbrada, y la luz eléctrica tardó en llegar. Me dormí en la basura. Al despertar sentí las patas de un alacrán en mis mejillas. Su aguijón pinchó la palma de mi mano derecha, y salí gritando del montón de papeles, cartones y polvo. Mi padre chupó el piquete y tardé bastante en perder el miedo a meterme en las tinieblas.

También Sabinita era contratada por sus artes de dormir a los niños. Una de mis hermanas no lograba conciliar el sueño. Mis padres cansados de cantarle canciones de cuna y agotar todo el repertorio de inventos musicales de Cri-crí, fueron a llamar a la anciana. Como por arte de magia, de la boca de Sabinita brotaron fragmentos completos de capítulos de El Quijote, que recitaba de memoria. Le pregunté la receta, y me contestó que era la obra que había leído profundamente en su juventud. Mi padre se admiraba de lo que Sabinita tenía en su cabeza. Gracias a su técnica, no fallaba, entretenía a chicos y grandes.

A lo lejos se pierde la imagen de Sabinita. Fue mi incursión en el mundo de la fantasía. Un inicio de la lectura. Ella triunfó entre los niños y jóvenes, cuyos padres solicitaban su curación mediante el empleo del sueño. Logrando encender el motor de la máquina que los transportaría al mejor de los mundos posibles. Cada persona podría escribir sus orígenes o consultar a la maga que les mostraba el abanico de su futuro. Nadie me dio dinero para comprar un libro.

Mi pasado se perfilaba en salir a jugar al patio de la casa. Brincar entre las piedras; saltar metiendo los pies en el lodo. Perseguir a los tlaconetes que chillan igual a los niños recién nacidos. Correr a vivir en el mundo bajo las tarimas. Asustarme la mañana en que mi padre me enseñó a cortar los testículos de los cerdos. Nadie fue capaz de regalarme un libro. Me deleitaba escuchando los relatos de la radio. Por las tardes aparecían las series de: ¡Dispara, Margó! O; ¡Nadie supo, nadie sabe, la historia del monje loco!

No había otro recurso que barrer la tienda; acomodar las mercancías en los casilleros y atender a la clientela de la mañana a la noche. Obreros en su mayoría. Hombres aindiados y toscos cuerpos de campesinos. Indígenas que todavía se negaban a hablar en nuestro idioma. La mayor parte de ellos se comunicaban en su propia lengua; un código secreto y prohibido en mi niñez.

No conocía tampoco lo que podía hacer con las mujeres, animales exóticos de maneras y pensamientos raros y muy diferentes a nosotros. Las canciones populares y melodramáticas fueron mi conocimiento al círculo de los prostíbulos. A un lado de las puertas de las cantinas olfateaba la fragancia de los orgasmos alquilados a ratos, o por toda la noche.

A lo mejor mi inicio fue en la escuela primaria. En el penúltimo año estudiaba las medias y los ligueros de mi profesora, mientras ella disertaba las diferentes materias. Un día, antes de las vacaciones, se me ocurrió dejar de jugar en el recreo y volver a descansar en la tranquilidad del salón de clases. Sin hacer ruido penetré reptando en los laberintos de los pupitres y las sillas. Al levantar la cabeza recibí la primera lección.

El director, un individuo de piel colorada y brillante, tenía a la profesora acomodada encima del escritorio, junto a los borradores, lápices, libros de texto y mapas de la república. Detrás de las hombreras de su traje sobresalían los zapatos puntiagudos y las rayas negras en el centro de las medias. El vestido azul de lana yacía en la cintura de la profesora. Logré analizar los gestos de felicidad y placer en su rostro, en el instante que me hizo señales de que alejara de este sitio. Yo estiré el cuello al notar los pezones rozados en el pecho desnudo. La blusa blanca permanecía desabotonada muy cerca de la cadena de oro.

A partir de esta experiencia acariciaba igualmente a las niñas. Ellas dejaban que mis manos manosearan sus orificios. Sin embargo, me disgustaban porque no portaban esas bolitas erectas de la profesora, y también por el olor que se impregnaba en mis dedos, en las uñas, al sacarlos de sus agujeros. Pero el domingo que fui con Pancho, un chiquillo chaparro y gordo, a la orilla del canal de aguas negras, y le pedí que me enseñara. Todo fracasó en el pago de un par de billetes. No logré introducirle mi pene. Y pancho no demostró el mínimo deseo de ganarse otros pesos.

Ni siquiera logré la experiencia, el día que Mariano me llevó a conocer a la mujer tan vieja, que todos llamaban la Carranza. El olor a suciedad, hedor de axilas y el cuarto miserable me hicieron correr alocadamente hacia mi casa, en búsqueda de mi tarima. Después de meditarlo tomé la determinación de pedir ayuda a mis hermanas.

Frente a un espejo de un ropero, en la ovalada luna, sentí la tersura de la ropa interior de ellas. Acomodé las medias de seda en mis piernas, sin masturbarme eyaculé en mis manos. Desde esta tarde, ellas se divertían conmigo; me ponían medias, y luego suplicaba que yo se las fuera acomodando desde las puntas de los dedos, pasando por tobillos, rodillas hasta llegar a los muslos. No podía soportarlo y huía a mi refugio. Desde las hendiduras miraba el acto de vestirse, pintarse y arreglarse sus cuerpos.

Me convertí en un ser distraído y solitario, con una serie de prejuicios llamados traumas, según mi padre. De todas formas las pruebas del pecado aparecieron en mi frente y en las sienes, cientos de granos hacían erupción a cada rato. Una de mis hermanas gustaba de curarme y exprimirme los barros. Me daba pena hablar de estas cosas con mis profesores. Si una mujer en la calle me contemplaba los granos, yo daba media vuelta y salía a la carrera a defenderme debajo de las tablas de mi escondite.

Lo único que me animaba era caminar sintiendo la vida en las calles y en las puertas de las casas. Todo por fuera, siempre a un lado de los escaparates, reflejándome en los vidrios de las vitrinas. Era una constante evasión de mis sentimientos de culpa. Sentí morirme el día que una profesora exigió que leyera en voz alta, en el salón de clase, en donde como fieras enjauladas gritaban mis compañeros. Después de esta vergüenza decidí recurrir a la magia de la lectura. Prácticas de lectura en la tarima; principalmente comprender el texto, y entregarme a las líneas de letras impresas en hojas de papel, porque ubiqué varios libros en el escritorio de mi padre.

No tengo idea del día que me llevaron al cine Juárez. En la oscuridad hallé situaciones idénticas a las que vivía la gente de mi barrio. En los intermedios ponían siempre el mismo disco que me hacía suspirar entre los bocados de chocolates y palomitas, la música de El Vals de las Flores, hacía gritar a mis hermanas. En mi cuarto escribí algunas frases dedicadas al estudio de las personas que iban los domingos al cine Juárez. No tuve más solución que dejar la escuela. La necesidad era apremiante, y asumí el papel destinado a mí en esta obra de ficción que es la vida.

Me gustaría saber que soy el verdadero dueño de mi espacio, el vacío, el hueco en el cual podía instalar mi conciencia. Ser propietario de mi ataúd de madera. Al otro lado, en la parte superior de las tablas, a través de las rendijas, escuchar las pláticas acerca de mi existencia. Acurrucándome en la inmensidad de mi territorio, aplastando mi espalda en el piso, tamborileo los dedos en la superficie de las fisuras. No me queda más que resignarme a que aparezcan los ángeles celestiales que me transporten a su paraíso, o los demonios que me condenen a las llamas infernales. Tengo la esperanza de convertir mis pecados en simples pasatiempos del purgatorio.

Oí los pasos de mi madre que murmuraba y regañaba a mis hermanas. Parecía que llevaba muchos años de no verla. Justamente cerré la boca encima del tapanco. Los clavos rechinaron en los tablones y vigas, ofreciéndome una prueba de mi existencia. Seguí petrificado sin mover los párpados, y tuve la certeza de que podría todavía regresar a las márgenes del pozo que me ofrecía mi madre. Arrastrarme y reptar en el interior de su vientre, beber el vino y comer el fruto de su cáliz, por el resto de mis días.

II

Un domingo, a principios de febrero, detrás de las piedras en los huecos de los árboles y después en las esquinas de la calle repicó el fuerte golpetear de un palo sobre la piel de un tamborcito, y la melodía de una flauta.

¡Tan, tan, tan, tan, tan! Un pequeño hombre vestido con la indumentaria de los antiguos aztecas danzaba emitiendo rítmicamente los alegres sonidos. La capa de un terciopelo mugriento, el chaleco de piel de vaca y la falda entreabierta dejaba apreciar los calzones largos de manta hasta las rodillas. En las piernas y los brazos chocaban los collares fabricados a base de conchas insertadas en un hilo de plástico. Al mover el cuerpo lanzaba un cascabeleo marcando los giros perfectos de los pies en la tierra.

Siguiendo al disfrazado, iban una niña y un niño. Ella mostraba a cada instante, el sombrero con que solicitaba caridad, un poco de limosna. Mientras que el chiquillo cargaba una bolsa casi de su tamaño, en la cual transportaba la camisa, el pantalón y los huaraches del danzante, cuando éste se convertía en un indio de tantos. En la esquina aparecieron varios perros agitando las colas. También los vecinos salieron a enterarse de lo que sucedía. El músico-bailarín, en un arrebato de éxtasis atacó a palos el tambor y soplaba pausadamente en el orificio de la flauta. Dibujó una serie de pasos de baile y recorrió metro a metro las banquetas.

Los habitantes del barrio de Santa Rosa sabían lo que era el ruido de camiones y automóviles, y el espectáculo significaba como si el mundo, precisamente, despertara este día. Mariano abandonó a la marrana y a los marranitos que atendía, y dando saltos fue a gritarles a sus hermanos. Estaba decidido a defenderlos en la ausencia de sus padres. Sin saber lo que ocasionaba el alboroto en la calle, Mariano en cuclillas, instintivamente, le gritó varias veces a sus hermanas. Era imprescindible que le anunciara cualquier peligro en la tienda. ¿Cómo era posible que ellas no sobrevaloraran el miedo a los ladrones? Con los años y experiencias en el arte de gobernar, Mariano sabía cuidar la casa.

Los rostros infantiles irrumpieron en los huecos de los casilleros de las mercancías; una vez en el interior de la tienda, las dos figuras se deslizaron entre los bultos de semillas y cajas de cartón. ¡Si supiera lo que en la calle hacía ese ruido endemoniado! Mariano dejó de abanicar sus manos en las orejas de los cochinitos y entré exclamando:

—¿Qué cosa anda por allí? ¡Salgan, cabrones rateros!

Entonces el guerrero azteca reinició las danzas y la música de su flauta contagió la alegría de los pasos de baile. Después de unos quince minutos, Mariano y sus hermanas saltaban simulando las ondulaciones del bailarín. Mariano bastante nervioso dijo:

—¡Métanse, carajo, no ven que se las van a llevar!

Ellas no contestaron nada. Les pareció que la orden reflejaba egoísmo, y siguieron el compás de la flauta y el tambor. Mariano no cambió de actitud, y simultáneamente pisaba la sombra del danzante. Entretanto, Alberto no dejaba de observar en las hendiduras del tapanco. Desde allí analizaba el penacho de plumas de guajolote y gallinas que adornaban la cabeza del hombre pequeño.

Delante de los tres hermanos aumentaron la fuerza y expresión de los sonidos y el repertorio de los bailables. Impresionados por el collar de espejitos, aplaudieron arrastrando los pies, apuntalando los dedos en las suelas de los zapatos. A grandes carcajadas enseñaban las hileras de dientes. En este momento, se acercó la niña con el sombrero vacío en sus manos. Su voz dulce y tierna los hizo reaccionar:

—Una ayuda para nuestro padre. El padrecito tiene hambre y la boca seca. Nos pueden algo de comer, o algún refresco para la sed. Hay que llamar a tus padres.

La figura enclenque de gesto inexpresivo los empujó a la compasión y tristeza. Mariano fue a traer un puñado de galletas en forma de animalitos y lo depositó en el fondo del sombrero. Sus hermanas luego de terminar de bailar y cantar comprendieron que no habían sido capaces de regalarle un poco de ropa usada a la niña.

La función llegaba a su fin, y Mariano reconoció que no le quedaba más diversión que regresar a cuidar a los marranitos. Las muchachas pensaron que sus actos carecían de valor, y dejaron que el niño pordiosero se llevara una bolsa de dulces; con tal de que el disfrazado siguiera su camino por las calles y avenidas de la ciudad. Las nubes negras desde arriba recibieron la música y lentamente se movieron con los bailables.

Algunos rayos de sol destriparon retazos oscuros de tolvaneras en el poniente. En la esquina seguía el interés de hombres, mujeres y niños. Tenía mucho tiempo que Mariano y sus hermanas no se divertían tanto, pensó Alberto en su tarima. Durante la cena, Mariano comentó delante de sus hermanos que se había enfrentado a unos asaltantes viciosos, inhaladores de cemento.

Alberto no pudo dormir; era como si alguien le dijera al oído que debía de estar en constante vigilia. Respirando el olor del gas de la cocina, oyó los ronquidos de sus hermanos y padres. No entendía por qué no podía tener miedo a la oscuridad. No obstante, estaba decidido a ser del mismo temple de Mariano, semejante a su sangre. Adivinó los bultos de sus padres y hermanos. A un lado, en el comedor, la mesa y sus seis sillas. Cerca de la estufa unos bultos de frijol, azúcar y sal. Algunas ollas de peltre asomaban en los trasteros; los vasos, pocillos y platos temblaban con las vibraciones ocasionadas por los aviones aterrizando en la ciudad. El viento azotaba las láminas del techo de los chiqueros.

Alberto escuchó los ladridos de un perro en alguna parte de la calle. ¿Alguien atacaba a uno de los vecinos del barrio? Su grito enmudeció en la cavidad de su boca. Era necesario explicarse el sentido de los elementos de la noche. Involuntariamente presionó las manos en el pecho. Su corazón retumbaba igual que los motores de los aviones en descenso sobre el aeropuerto.

¿Qué te pasa? Se interrogó tratando de bromear, y por supuesto ponerse de buen humor. Escuchó los lamentos de un borracho que orinaba en la cortina de acero de la tienda. Con un pedazo de cobija tomado de una falda de su madre, Alberto cubrió su cara. Al volver a apartarla miró los destellos en la ventana. Se subió en una silla; los vidrios estaban quebrados. Las telarañas recién construidas recibían el impacto del viento.

Alzó la cabeza contemplando lo que jamás había imaginado ver: en el patio, una sombra degollaba a la marrana. No podía ser verdad. No puede ser. Mordió su mano derecha, casi en el lugar que le había picado un alacrán. Pobre marrana, pobres marranitos. Va a caer encima de ellos. Ya no van a vivir, pensó. Al tercer navajazo la marrana dejó de chillar, y Alberto comprendió que era una estupidez estar parado allí, sin hacer nada. A sus doce años de edad tuvo la fortaleza de la seguridad. Sin hacer el mínimo rumor, deslizó los pies que buscaron el rumbo de la salida al patio.

Iba a descubrir al asesino. Entonces se le vinieron a la mente las recomendaciones de Mariano:

—No te vayas a dormir porque pueden entrar a robarse a los marranitos. Si oyes algo extraño debes despertar a nuestros padres para que salgan a perseguir a los ladrones. No te olvides que también hay que vigilar porque puede llegar el ladrón de galletas.

Por los vidrios estrellados entraban el reflejo de las lámparas de la calle y el constante rumor de la ciudad. Alberto aceptó que se trataba de una condena, un castigo de sus hermanos, y principalmente de Mariano, que se enojó mucho el día que no quiso bailar con el guerrero azteca. Mostró la brillantez de sus ojos asustados. Después de parpadear, logró tranquilizarse.

Su padre roncaba fuerte en señal de bienestar. Alberto suspiraba muy suave, y Mariano no presentaba prueba de su presencia en la casa. Alberto creyó que miles de arañas tejían sus hilos en torno del cuerpo dormido de Mariano; sonrió cínicamente al darse cuenta de que no lograba controlar el cansancio que lo empujaba, sin fuerzas en un sueño apacible.

La marrana lo ayudó a enfrentarse a la realidad. Apretando las manos en forma de puños, Alberto sintió que el miedo ardía como incienso en su pensamiento. ¿Cómo defenderla? ¿Aún había tiempo de salvarle la vida? Aprovechando el conocimiento del terreno de la batalla, trepó hasta el chiquero mayor. A medida que se arrastraba, la respiración de la marrana aumentaba la angustia de Alberto.

¿Tendría el suficiente valor de enfrentarse a la navaja del asesino? Discretamente, en un movimiento de sus pies, tocó la cabeza de la marrana. Comprobando que todavía la tenía pegada al cuerpo, Alberto recorrió el lomo y la panza; estaba bien. No había sangre en el pecho. Inmerso en la felicidad la abrazó en varias ocasiones. Sus labios presionaron la panza, la piel áspera y maloliente demostró que el corazón latía en pulsaciones normales. En un rincón los cochinitos soñaban en que eran reyes, príncipes, presidentes y ministros del gobierno. Alberto regresó a la casa, y unos goterones anunciaron la inminente tormenta. Jamás dijo nada de Felipe, su vecino, a quien había visto fornicar a la marrana, esa noche.

En la cocina, Alberto se zambulló debajo de la tarima. Sobre las vigas corrían algunos ratones; otros gordos y flacos jugaban en las paredes. En los agujeros asomaban los hocicos, dientes, bigotes y ojos. Alberto conservaba el valor otorgado por el calor de vida de la marrana. Podría ahora explicarse en donde mordisqueaban los roedores. Eran decenas de figuras en las cajas de galletas, la bolsa de las tortillas y la pieza redonda de queso. Aparecían por grupos en la noche.

La idea cruzó su mente en tanto los ratones devoraban los dulces que le gustaban a Alberto. No sabía cómo despertar a sus padres. ¿Acaso no se daban cuenta de que peligraba la olla de frijoles y la leche? No, no, no se daban cuenta de nada. Roncaban felices de soñar cosas y paraísos que al otro día no iban a recordar. Fue a buscar un machete. Había una fila de ratones del mismo tamaño. Movían sus ojos brillantes cuando pasaba Alberto. Podrían ser miembros de una sola familia.

Intentó pronunciar algunas palabras, tartamudeó. Era muy sencilla su torpeza verbal. Desde pequeño no lograba pronunciar ciertas consonantes. Ahora ni siquiera podía hablar. El machete no se hallaba en su sitio de costumbre. Agarró la escoba golpeando sin sentido en la tienda. Los ratones chillaron al escapar por la ventana. En la calle la lluvia inundaba las atarjeas. Un relámpago estalló iluminando los muebles de la casa. Alberto reflexionó en que pasaría el resto de la noche metido en su escondite.

Cerca de las vigas que sostenían la base de la tarima, Alberto encontró una rata desmayada; su cuerpo tibio emitía las palpitaciones del corazón. Con la lámpara de pilas alumbró la panza gorda de la rata. De una hendidura extrajo una navaja de afeitar, y Alberto dio principio al examen de su víctima. Nunca había visto lo que los seres vivos tenemos adentro del cuerpo. Su curiosidad fue en aumento al cortar la piel rosada.

La sangre brotó en las heridas, y presionó más fuerte ante la imposibilidad de apreciar el interior del vientre. De golpe abortaron el montón de tripas y los nueve fetos encerrados en una ligera bolsa blancuzca. La rata, antes de morir, pataleó exageradamente y su hocico mostró la feroz dentadura de minúsculos dientes de color marfil. Alberto no lograba creer que esto fuera la vida y la muerte.

Ante su mirada estudió los órganos calientes y vivos de la rata. Tocó el corazón que dejaba de moverse en el instante del corte. El filo de la navaja de afeitar recorrió las partes profundas del sistema nervioso. La materia gris embarró la hoja de acero como la mantequilla sobre un pedazo de pan. Para Alberto significaba saber que las ratas daban a luz sus ratoncitos por la misma vía que su madre había expulsado a él, y a sus hermanos. La idéntica función de procrear, y luchar por la existencia.

El misterio de la vida era sostenido por el descuartizamiento de la rata. Buscó las coyunturas de las extremidades, y separó cada parte.

Después de la carnicería, colocó en el piso sobre una bolsa de plástico el rompecabezas que jamás volvería a armar. Revisó bajo la luz de la lámpara, las patas, el cerebro, el tórax, los riñones, los pulmones y los nueve fetos. Cerró la bolsa, y en unos segundos llegó al baño. En el fondo de la taza arrojó los restos de la rata; presionó la palanca de la caja de agua, y el remolino acabó tragándose los fragmentos de la rata. Se lavó con bastante detergente las manos, y algunas gotas de agua se mezclaron con el sudor de su cara.

No era el mismo Alberto. Ahora sabía el principio y el fin de la vida. Su madre jamás le había hablado de estas cosas. Ella arreglaba las paredes de los cuartos; pegándoles almanaques y retratos de santos de variados tamaños y colores. El Santo Niño milagroso le tenía prohibido hablarle de cosas, que podrían convertirse, sencillamente en pecados. Las imágenes se mantenían vivas como advirtiéndole con su presencia, los peligros del alma.

Los papeles de estraza llenos de dibujos y garabatos de Alberto, quizá están guardados en algún ropero, o lo más seguro que fueron ocupados en calentar el agua del baño. Alberto sintió las manos de su madre cubriéndole con el pedazo de falda en forma de cobija. El cuerpo de su padre lo enredaba protegiéndolo del frío del amanecer. Alberto aceptó la llegada del calor de sus padres, y además se sentía reconfortado en la posición de feto, de lado, encogido en el regazo de su madre. Gracias al resplandor del sol, y el escándalo de los escobazos que daba su madre en la cocina, Alberto despertó estirando los brazos. Adivinó el platón cubierto de panes de muchas formas y el sabor dulce ensalivó su boca. Suspiró al escuchar las palabras de la mujer:

—No, no soñamos. Estos ratones se mueren de hambre. Hay que darles veneno. Debo cuidar la comida de mis hijos.

En las profundidades de su asombro, Alberto grabó la escena de su madre mostrándole entre los dedos de mano derecha, la cola de un ratón ahogado resbalándole la leche en la pelambre mojada. Alberto presionó los pies en el cemento, y resignado siguió atento los movimientos de la boca de su madre:

—Mira, el colmo es que quieren beber leche. Y los babosos terminan cayéndose en la olla. Debo comprar el veneno que termina con esta plaga de animales destructores.

—Hay que tirar la leche— dijo somnoliento Alberto.

— ¿Cómo crees? La voy a hervir otra vez. Dentro de un rato vamos a beber un buen café con leche. Es buena para tus huesos.

—Voy a cuidar todas las noches que no se coman nuestra comida. Vigilaré que no toquen las cajas de galletas y las tortillas. Quiero que lo sepas Mariano, pienso que ya es hora que cuide yo la casa.

Mientras Alberto se vestía y ponía los zapatos que tanto odiaba, guardaron silencio. Para él significaba un castigo infernal ir a la escuela, por la sencilla razón de que lo torturaban al usar los zapatos. Vivía muy feliz caminando descalzo; sintiendo los places de la tierra o el concreto en los dedos de sus pies; indicándole el mejor camino y el sentido de la orientación. Confiaba bastante en la destreza de las plantas que soportaban cualquier aspereza o protuberancia en el pavimento. Sus plantas semejaban gruesas suelas de las mejores botas. Caminaba gozando la libertad de la piel y corría con suficiente desenvoltura al presionar los pies desnudos.

El máximo placer radicaba en tocar las cosas y los cuerpos, las partes de las personas, no con las manos, sino con los dedos de los pies. En la escuela y en la iglesia, la gente del barrio creía que era malo que un niño no tuviera zapatos. Su padre le hizo jurar que no volvería a tirar los zapatos que le compraban, en los basureros del canal de aguas negras; bajo palabra de honor de una próxima y eficiente paliza. De todas maneras, Alberto inventaba justos pretextos para caminar, a su antojo, sin la presión de los artefactos creados por los negociantes de las zapaterías.

Ese día, su padre llegó tambaleándose a sentarse en una de las sillas de la mesa. La mujer calentó, puntualmente, el agua. En una bandeja atinó a lavarse las manos mientras Alberto sostenía la toalla entre sus brazos. Su padre no fumaba, pero encendió un cigarrillo que llevaba enterrado a un lado de una oreja. Los dedos fuertes del hombre atravesaron la cabellera de Alberto, que no soportaba el humo del cigarrillo. A las siete de la mañana, sus hermanos descubrieron a Alberto y su padre dormidos encima de la mesa, abrazados a las cajas de galletas averiadas por los ratones.

La madre repitió las palabras de su esposo:

—De modo que el mocoso ya está grande, y el condenado puede ahora cuidar muy bien la casa. Hacerse cargo de la limpieza de los chiqueros y vigilar a los ladrones de galletas.

Dijo a sus otros hijos que inútilmente trataban de no despertarlos. Dos horas después, con el pretexto de ir a la escuela, Alberto y sus hermanas fueron a pasar el rato lejos del barrio. Sentados en las piedras que se distinguían en el camino hasta llegar al puente del canal de las aguas negras, los tres niños contemplaban el caserío. La torre de la iglesia enseñaba su par de campanas; la escuela y la fábrica textil bosquejos dibujados de seres humanos.

En la colina desfigurada por los palos, cartones, tablas, láminas y caricaturas de viviendas, la vida era agradable, y a Alberto no se le había ocurrido rebasar los límites más allá de las casas teñidas por pintura de cal y carcomidas por la falta de mantenimiento. Los niños desconfiaban y recordaban palabra a palabra las sentencias de su madre:

—Cuando vayan unos metros fuera de nuestro barrio, ustedes podrán perderse en los secretos de la ciudad. Hay robachicos que venden a los chamacos en Estados Unidos y en muchas partes de Europa, dicen que porque allí no quieren hacer más niños, y entonces los matrimonios los mandan a traer a los de acá. Hay otros chismosos que vienen a la tienda a espantarnos con que a los más grandes les sacan sus partes sanas y buenas para, venderlas en los hospitales de Estados Unidos. Tengan cuidado en traspasar el condominio de Tlaltelolco. Dicen que allí salen las almas en pena de miles de difuntos, de estudiantes muertos hace muchos años. A cada rato aparecen los restos de los cuerpos escondidos y enterrados en los arriates y jardines.

Bajo la oscuridad podrían extraviarse; caer en las sombras de los edificios o en la turbulencia de las aguas sucias que desembocaban de los drenajes de las casas, en el canal de aguas negras. Respetando las indicaciones de sus padres, atravesaban el puente de regreso a la casa. Hablaban en voz alta de los deseos de comer unos tacos al pastor, lo más pronto posible. Ellos se daban las gracias de estar vivos, y lamentando no tener dinero en los bolsillos lanzaban injurias y protestas hacia el cielo. Ninguna huella en sus rostros anunciaba la ausencia y la falta de la escuela; era el día que pintaban venados en el aire.

Alberto en su cobardía lloraba antes de subir al patíbulo casero, tenía la presente en el pensamiento el agitar del cinturón de su padre. A sus hermanos en cambio les alegraba el hecho de sentirse libres. Una forma de aliviar los presagios a los futuros castigos y regaños paternales; de olvidarse del tedio en las horas del salón de clases, y además de sus breves existencias. No pensar en las paredes húmedas, descascaradas o cubiertas de calendarios y retratos de santos y vírgenes. No saber nada del destino de la marrana y de sus hijos; o la fatiga de llenar con agua de la lluvia los toneles en el patio de la casa.

Desde la altura resultaba pájaros sin pico y con las alas cortadas por las tijeras de su madre. Naturalmente las muchachas soñaban con novios de otros barrios, anhelaban ir un día a caminar por el centro de la ciudad, a mirar los aparadores de las vitrinas de los negocios de ropa y comida. Entonces, la mayor, Eva, haciendo la voz grave y seria, les explicó:

—Mira chamaco, mira mocosa, estas piernas están rebuenas. Lástima que sean tan tontos, pues de otra manera los dejaba tocarlas. Muchas muchachas ya quisieran un poco de mi cuerpo. Les voy a decir un secreto. Yo tengo dinero en mi caja de ahorros. La semana que viene los voy a llevar a pasear por la alameda central, les voy a pagar las entradas a la torre latinoamericana, quiero que vean la ciudad desde lo más alto. Tú, baboso, cierra la boca te van a entrar moscas.

Alberto sintiéndose un hombre replicó en tono de burla:

—Ay, manita, no seas así. Muy pronto me van a salir pelos en la coliseo, y hasta se van a espantar las dos. Van a ver, muy pronto.

Saboreando lo que hurgaban sus dedos en sus fosas nasales, Alberto dejó de hablar. Costras secas de materias agridulces se le deshacían en el paladar, entre su lengua y la saliva; pensaba irse a jugar con los cochinitos que reconocían y aceptaban las canciones de cuna. Entretanto abrió los ojos en busca de la aparición de la figura del padre, que podría sentenciarlo, de un momento a otro, de la larga o corta letanía de cuerazos, dependiendo de su estado nervioso.

Pasaron las horas y las luces de las casas y ventanas de los edificios alumbraron sus lámparas. Las campanas de la iglesia llamaron a la hora del rosario. Las últimas personas huían del puente. En lo alto, las estrellas podían verse al compás de las ráfagas de luz que viajaban en dirección de las montañas. Al estudiar la media luna, que a ratos asomaba detrás de las nubes negras, los niños aceptaban la historia de que su hermana difunta vivía en la luna. Sin decirse nada admiraban los trozos limpios del cielo. La tranquilidad del anochecer fue devaluada por el escándalo de los automóviles y camiones.

Alberto escuchó tratando de entender las bromas de sus hermanas que cargaban las mochilas y los útiles de la escuela. No tenían fuerza y las huellas permanecieron impregnadas en el polvo, en el lodo y en la superficie de las banquetas. Porque no comieron más que unos panes duros; al poco rato, rodaron cayendo en la cuneta donde principiaban los límites del barrio. El rumor de la ciudad se hizo patente en el griterío de los vendedores en las calles. Cerca de la iglesia, el sonar de un bastón y la voz sentimental del ciego limosnero en el pórtico del templo; en unión del campanero fiel vigilante de la pila de agua bendita, cantaban a dúo el estribillo religioso:

—En el cielo, una hermosa mañana, la Guadalupana... Vuela, vuela, paloma blanca, y dile a Dios, nuestro señor...— el campanero le reclamó a una anciana: —¡Señora, por favor, no se bañe! El agua está bendita, y será bienaventurado el que se persigne con la señal de la cruz. ¡Por, favor señora, no se bañe! ¡A bañarse a su casa, por favor!

La voz se triplicó en los altoparlantes, y la atmósfera se llenó de un olor de incienso y veladoras encendidas. El olor de las flores y la cera derretida enrareció el ambiente. Alberto estornudó muchas veces; con las lágrimas en los ojos pidió clemencia a sus hermanas:

—¡No sean malas! ¡Esperen a su niño consentido! ¡No sean malas, no corran mucho...!

Las hermanas, sin ayudarlo ni detener sus pasos, arrojaron sus pensamientos rumbo a la casa. Otro limosnero sujetó la bolsa de Alberto; bastante cansado dejó pasar la revisión minuciosa de sus cuadernos, libros de texto gratuito, lápices y gomas. Las niñas se detuvieron a la entrada de la tienda. Entonces la mirada molesta y exigente de su madre destruyó los vestigios de la libertad.

Esa noche se acostaron sin comer nada, y lo que era más terrible, sin saber en qué consistiría el castigo a la mañana siguiente. En el abismo de la oscuridad, los hermanos se confundieron en una sola persona que en sus hombros los transportaba hacia el otro lado de la luna. Por las mañanas, sus padres olvidaron la penitencia al percatarse de la caja repleta de monedas de cobre y plata, a un lado de la cama de Alberto.

El padre despertó a sus hijos con exclamaciones de triunfo, riqueza y júbilo. El sol picó los ojos negros de Alberto. El despertar fue difícil, sin embargo, Alberto agradeció la presión de los dedos de su madre en los cabellos parados y sucios.

—¿Y tú por qué no me dijiste lo del tesoro?

Alberto permaneció callado; balbuceó como hablando consigo mismo:

—Creo que fue el limosnero que está en la iglesia, creo que fue una equivocación...

Su padre colocó sus manos pesadas en la cara tierna de Alberto:

—¿Es cierto, chiquillo, es cierto?

Alberto entusiasmado movió los brazos:

—Es verdad, fue el limosnero que me puso en la bolsa el dinero.

Sus padres rieron a carcajadas, y la mujer se acordó demasiado tarde de sus dientes podridos que ahora recibirían atención médica. Con la alegría del dinero no sintieron las sacudidas telúricas y materializaron el sueño de Alberto de que la luna cansada de dar vueltas, decidía vivir en la tierra, en la felicidad ficticia comprada por la riqueza.

Todo se abrió en los ojos de Alberto. Durante el transcurso de la mañana, fueron llegando las noticias de la destrucción y muerte en una importante zona de la ciudad. Muchas lágrimas y súplicas reflejaron el pago porque lo dejarán ir a pasear por los edificios y casas aniquiladas. Después de la frontera, en los condominios de nombres de héroes nacionales, el mundo cobró un aspecto diferente, desconocido.

¡Era como una pesadilla! Se detuvo en las esquinas a mirar a través de las ventanas el paso de la muerte en el interior de las casas. Su mente estaba en blanco. Las cejas fruncidas demostraban el temor. Se acercó a las ruinas de los bloques de concreto y hierros retorcidos. No tardaron las mujeres y hombres que ayudaban a sacar heridos y muertos en gritarle que se alejara.

Se vio presionado a caminar entre las filas de muchachos arremolinados en las banquetas. Una ambulancia casi lo atropelló en su intento por salir de la avenida. Apresurando los pasos llegó a la puerta de una iglesia. Deseaba entrar a rezar por los fieles difuntos. Aterrorizado retrocedió a detenerse a un lado de la vitrina de una mueblería; un locutor con la voz dramática hacía el recuento y la descripción del sismo.

El sol quemaba más que en otros días. El bochorno aumentaba al paso de las polvaredas. En sus espaldas, Alberto soportaba los rayos solares. Al poco rato, en un parque funcionaban la rueda de la fortuna y los caballos de madera. Inconscientemente subió a la plataforma de las bestias, y saltó en la montura de un alazán. Desvió la vista hacia su destino por eventuales mareos que le harían caer. Otros niños hicieron lo mismo que él; y en un momento los caballos dejaron de girar por el peso del montón de chiquillos.

Los juegos mecánicos habían sido encendidos por los golpes del terremoto. Alberto confundido abrazó la nuca de madera. Durante un tiempo sonrió. Libre de la tensión y el nerviosismo de la carrera de caballos. Ríe de miedo que la bestia briosa y salvaje echara a correr por la infinita avenida. Los animales parecían de verdad. Subían y bajaban en un monótono andar bajo los reflejos de las luces, espejos y colores.

El rostro de Alberto se notaba pálido y su lengua rascaba la parte trasera de sus dientes. El mareo hacía sus estragos en su cabeza. Un vacío oprimió sus tripas. Al mirar hacia el cielo, la rueda de la fortuna, enorme y majestuosa, volaba rumbo a las alturas, aproximándose a las nubes negras y sucias. Nunca había visto tantos gestos de niños asustados por el demonio gritando en lo alto. Desde la tierra sus padres horrorizados no aceptaban la muerte de sus hijos.

Alberto saludó a los demás niños, descendiendo del tiovivo, creyó que era mejor andar solo por los laberintos de la ciudad. Unos pasos adelante transitó por la banqueta; incrédulo se puso a observar la decoración de una peluquería. ¿De que le servía a la gente cortarse el pelo reproduciéndose en el reflejo de los espejos? Al ver la duda en su cara, un peluquero lo invitó a entrar. No hizo caso de los movimientos prefabricados por el comerciante de las tijeras y navajas afiladas. En su casa, su padre le cuidaba desde chico el corte de su cabellera. Pisó unos segundos el salón, y regresó violentamente a la acera. Alberto pensaba arrancar todas las cosas de un tajo, con las raíces; estaba decidido a llevar la reseña completa a sus hermanos. A lo mejor lograba atarse a los objetos y escenas de la vida, y que nadie pudiera privarlo de reconstruir cada parte de lo que iba integrando en el recuerdo.

Después de recorrer unas cuadras, Alberto asomó su cara en otra iglesia. La voz del párroco dictaba los pormenores de la misa. Las palabras atemorizaron mucho más la aparición de Alberto, quien de puntas olfateó los pasillos arrodillándose ante las esculturas de los santos. No comprendía los detalles en los murales. En el techo y en las paredes estaban dibujadas nubes, y en un rincón el nacimiento de un niño. Alberto le mostró la lengua al elefante, al camello y al negro que cargaba el cofre en sus manos; rodeado de las personas que atendían la misa. El sonido de las campanas acompañó su llegada en el atrio.

De mal humor, Alberto, a pesar de su aburrimiento, aceptó que el mundo adquiría otro aspecto bajo las columnas del templo. La vida mostraba otras formas que la hacían piadosas y humildes a los hombres y mujeres. No obstante se sentía capaz de luchar contra lo que había sido enviciado por la maldad del terremoto. Le nació la voluntad de proteger a sus semejantes derrotados por la tierra.

Dentro de los escombros de los edificios de departamentos, Alberto trepó entre las piedras, los ladrillos, los restos de pilares, cadenas retorcidas, lozas quebradas y trastes rotos. Su apego a la penumbra y conocimiento a los huecos, impulsó a que su cuerpo se desdoblara en los ángulos exactos y seguros a los sobrevivientes. Después de ubicar a los heridos, podrían rescatarlos y llevarles un poco de alivio, consuelo y esperanza. A través de los resquicios sintió los olores de la muerte, y antes de conocerla fue a dormir a las faldas de las cobijas de la cama de sus padres, perdiendo el conocimiento.

III

La muchacha en actitud de rechazo, le explicó que tendría que esperar un poco; ser paciente de sus actos. Mientras las dudas iban desfilando en la mente de Alberto, pensó en adivinar la respuesta. ¿Todas las horas en compañía de la mujer habrían sido apenas una ilusión pasajera? Valía la pena organizar las escenas y secuencias en las calles del barrio de Santa Rosa. Tal vez, Alberto no lograría llegar a su objetivo. El agitar de alas lo hizo fracasar en la presunción de darle sentido a sus palabras.

Un par de loros destrozaban las páginas de una revista, eran pequeños, con plumas verdes en el pecho y amarillas en la cabeza. Una sensación de curiosidad confundió la reflexión de Alberto. Al dar unos pasos, pensó en sujetar las alas de los loros, y depositarlos en la bolsa de manta. La situación era demasiado fácil. Realmente le parecía una suerte de venganza llevarse los pericos. Un testimonio de que efectivamente había estado en casa de Virginia. El plan se vino abajo porque las aves gritaban como ancianos limosneros en el atrio de cualquier iglesia.

Alberto advirtió el error. ¿Por lo cuál le temblaban las manos? Reconoció que los loros tenían práctica suficiente en luchar entre los dos, y le destrozarían la piel de sus manos. Cuando la muchacha regresó a la sala, los pericos conversaban detrás de un sillón. Luego silbaron una canción grata a los oídos de Alberto. Virginia le entregó un frasco y una caja de pastillas, indicándole que su padre tenía que tomarlas tres veces al día, y una cucharada en la noche.

Alberto sin pronunciar las gracias, guardó las cosas. Estaba alegre por cumplir con la voluntad de su padre. La muchacha no le correspondería, ni le daría esperanza de ser su novia. Era la hija del doctor Cárdenas; estaba alejado de las pretensiones de Alberto por la simple razón de que su condición social no concordaba con la suya. Muy pronto regresaría a su casa, y Alberto les diría a sus hermanas que los loros platicaban entre ellos; eran más parlanchines delante de las personas.

Poco a poco, Alberto olvidó los ojos verdes y la cara pecosa de la muchacha. Los recuerdos enredados en la cabellera rubia tardaron en diluirse debatiéndose en un simple dolor de cabeza. Estaba satisfecho de su misión en esta casa había llegado a un final feliz. Todo le pareció hermoso y radiante en el atardecer quemado por el cielo rojo. Iba saltando en la banqueta, alcanzando con el brazo firme y derecho los anuncios de las oficinas, tiendas y talleres de reparación de aparatos.

Daba gusto verlo caminar inocente haciendo un inventario de su primera historia de amor; tragándose la realidad de los besos, abrazos y perfumes de la muchacha. Lo que le había contado de su vida la hija del médico, y las confesiones de Alberto acerca de la luna que pronto chocaría con la tierra, y el desenlace de los nueve marranitos que ahora tenían cada uno su propia familia, mientras que la marrana fue devorada en el banquete el día del casamiento de su hermana la mayor. Había sido un día inolvidable de enormes experiencias que formarían el carácter decidido de Alberto.

Después de que su padre se recuperó, Alberto comenzó a frecuentar el principal centro de diversión del barrio. El salón México recibía a hombres de muchas edades. Al principio los domingos iba a tomarse un refresco. Después no faltaba las tardes del fin de semana. Allí dejaba sus energías y el dinero que le daban sus padres. Aprendió las reglas de todos los juegos, y las trampas de los apostadores. Se volvió diestro en la carambola.

Alberto sostenía el taco de billar, balanceándolo con seguridad buscaba el blanco; una bola marcada con el número 15. Sopesó la parte pesada del grueso asiento de la vara de madera, y lanzó el golpe final que le haría ganar el juego. Varios hombres que organizaban las apuestas, contemplaban idiotizados como si fuese mentira lo que les decían sus ojos torpes de borrachos y malvivientes.

En otras mesas de billar seguían persiguiendo las bolas de colores. El olor del tabaco y el sudor se adhería cada vez más en las paredes blancas. Al fondo, la llave de agua dejaba caer un chorro que trataba de vencer la presencia de la orina de los jugadores. Algunas veces que faltaba el agua, el olor se hacía más agresivo y deformaba cualquier fragancia en el olfato de los jugadores; para multiplicar, o neutralizar el penetrante vapor de la orina, era indispensable que uno de los cantineros arrojara un pedazo de hielo.

Alberto trataba de secar el sudor de su frente pasándose las mangas de la camisa. Se desabrochó unos botones, y súbitamente brotaron los vellos de su pecho. Era la noche del quince de septiembre. En al ciudad celebrarían el grito de independencia de la patria. Afuera, bajo los árboles, los caminantes dan vuelta en la fuente de agua que instaló el cura Valiente en el patio de la iglesia. La banda de músicos de la fábrica textil tocaba un pasodoble en el atrio. Una y otra vez resonó el estallido de los fuegos artificiales. En el barrio también se organizaba su noche del grito de Dolores.

Sin pensarlo, Alberto descolgó su saco de la percha, y en medio de burlas y chiflidos colocó su trasero en una banca. El salón largo y estrecho comenzaba desde la entrada principal protegida por unas persianas de madera, que al entrar y salir de los parroquianos dejaba apreciar a la multitud que se preparaba a corear el grito.

—¡Viva México!

El aire fresco de la noche entraba y los jugadores sentían en la nuca la caricia aliviadora que les favorecía en los preparativos de la próxima jugada. La nube de humo viajaba de mesa en mesa. El rumor de la alegría iba aumentando. El alboroto de decenas de niños que correteaban al torito de fuegos artificiales, en las cercanías de la iglesia.

En ocasiones, el torito era peligroso; porque podría dar la media vuelta y los chiquillos serían embestidos por el hombre que sujetaba las cuatro patas de madera y cartón, que lanzaban explosivos a la gente. No era nada difícil que un buscapiés estallara en la cabeza de un niño, haciéndole leves quemaduras en el pelo o en el rostro. Una noche de locura entre los acordes de grupos de mariachis y música de marimbas.

Alberto encendió un cigarro, acomodando su espalda en la superficie de la pared; pensó en la suma de dinero que había ganado en toda la tarde. No sabría si gastarlo en los brazos de alguna mesera o en invitar a sus hermanas a cenar en la Plaza Garibaldi. Hoy tuvo suerte y tendrá que saborear el triunfo. Tenía razón Mariano cuando lo llevó por primera vez a verlo perder su salario de oficinista. Aquí se ganaba o perdía y en adelante sabrían quién era el campeón.

Sin embargo, no pudo sacar el dinero de los bolsillos y cantarlo enfrente de todos sus adversarios. Prefirió la idea de que la noche no tendría fin. El ruido ensordecedor de las campanas de la iglesia, el estridente silbato de la fábrica, y la gritería de la gente lo sacudieron haciéndole darse cuenta que la celebración de la patria estaba por culminar. Junto al mostrador, a un lado de las botellas de cerveza y refrescos, en la pantalla del televisor, el Presidente de la República nerviosamente sujetaba la bandera.

Alberto dijo entredientes:

—Viva mi desgraciado pueblo, mi pinche barrio...

Se rió en sus adentros por pensar que se trataba de una buena cosa. Hacía falta que alguien le dijera que hoy era la colosal noche de la patria. En la escuela primaria le explicaron muchas veces la historia de nuestros héroes, pero nunca se le podían quedar los nombres de dichas personas. Quiso poder saber realmente si tenía una patria digna y mejor a todos sus vecinos; reflexionó Alberto en que se encontraba en su mejor momento.

En ese instante los contrincantes de una mesa de billar, creyeron que Alberto se molestaba por su tardanza en llegar a la última jugada. Mecánicamente abandonaron los tacos en el terciopelo verde. Iban a protestar por la mirada de desprecio, corrupción y maldad de Alberto, quien gritó exigiendo otras cervezas. En un rincón, las botellas vacías anunciaban la inacabable sed de los borrachos. Alberto se puso de pie. Su pensamiento viajaba a otra parte.

Al cantinero le exigió la cuenta. Los demás jugadores protestaron porque las apuestas no habían terminado. A gritos expresaron que era noche libre. Alberto extendió unos billetes en el mostrador, y pagando otra caja de cervezas pidió disculpas. La barra de cemento y mosaicos soportó los brazos y la cabeza de Alberto, que arrastró, ligeramente su frente en la suciedad del rasposo territorio del mostrador. Con un puñado de servilletas de papel secó sus mejillas; presionó haciendo una bola los restos de las servilletas y lanzó la pelota hacia la calle. Entre sueños reconoció la algarabía de la gente en la iglesia y en la fábrica textil. De improvisto admiró los ojos grandes y mansos de don Chente, el cantinero, y lanzándole otras servilletas mojadas a su cara, Alberto sentía el sabor del triunfo, la felicidad de sentirse rico.

Siquiera que mañana era domingo, y no despertaría después de las tres de la tarde.

—Viejo pendejo, ¿qué me miras? ¿Tengo monos en la jeta? ¿No sabes que soy el chingón aquí?

La saliva se desparramó en las comisuras de su boca. Don Chente lo abrazó al adivinar que Alberto intentaba despedirse. Sin embargo, palmeando su espalda le advirtió la llegada del esposo de la hija del doctor Cárdenas, la novia de su vida, el primer amor de su existencia.

—El maestro Felipe acaba de entrar. No te hagas el vivo. No quiero problemas en mi negocio. Es mejor que te vayas, Alberto.

Sencillamente le agregaba más leña al fuego. Al avisarle hizo que Alberto tomara conciencia de las cosas, de los hechos y los sentimientos destruidos por un imbécil. Sintió placer de saber que él pudo haber probado primero a la hija del médico. Felipe sabía del noviazgo y le prometió a su esposa que la afrenta sería cobrada algún día con muchos intereses. Estaba allí; robusto, piel blanca y brazos enormes.

La música seguía en la verbena popular. El corredor del salón México era un escenario abierto sin escapatoria posible. Felipe alzó la cabeza mostrando la soberbia del que controlaba la situación; las manos escindidas en las bolsas del pantalón. El silencio hizo que los jugadores se convirtieran en insectos que se escupen en el piso, balanceándose en actitud de volar, retrocediendo como si de antemano tuvieran miedo al peligro. Felipe acercó su cara a la de Alberto, que respiraba pausadamente.

—Sabía que no te irías de aquí. ¡Qué bueno que no te me escondiste! Ahora voy a probarte que no me engañaste con Virginia. Ella merece mi amor y respeto, puedo decirte que la amo demasiado. Me moriría si algo le pasara. Ella merece todo mi respeto. No quiero oír tus inventos de que fue tu novia. No quiero volver a verte por el barrio, ¡hijo de la chingada!

Alberto daba la impresión de no perturbarse ante la lluvia de improperios y provocaciones. Seguía de pie, cansado y aburrido sin llegar a comprender el tono de amenaza.

—Mira Felipe. Yo a ti te conozco desde chico. Yo te respeto, y mucho más a Virginia. Ella y su familia merecen todo mi respeto. Lo pasado pasado, dice la canción de José José. Mañana pienso ir a buscar trabajo en otra parte de la ciudad. Irme lejos de ustedes.

Varios segundos antes, Alberto estaba a punto de irse a dormir; ahora era extraño estar cerca de su adversario; oler el sudor provocado por los celos. En esos instantes, Felipe dio unos pasos hacia atrás.

—De mi nadie se burla. ¡Y menos un desgraciado como tú, hijo de la chingada! ¿Que te crees, miserable, que no sé que ni siquiera usabas zapatos? Te conozco desde que cuidabas a los cochinos en el patio de tu casa. ¡Pinche indio, pata rajada! ¡No me vengas con mamadas, te voy a enseñar a respetar a mi esposa, y a mi familia!

Demasiado tarde, el veneno del escorpión generó calor intenso en las venas de la mano derecha de Alberto. El dolor consiguió traspasar su piel morena, invadiendo la sangre y dando martillazos en el hígado de Alberto. Los ojos se nublaron nulificando el ardor del corte efectuado por la navaja en la muñeca izquierda.

El colorido del televisor fue apagado por don Chente, quien luego empujó los vasos, botellas y copas en el interior de los cajones del mostrador, y alerta y preocupado trató de intervenir en la disputa, en su papel de mediador. Respirando aprisa la fragancia del sudor de los hombros, exclamó:

—¡Lárguense a la calle, maestro Felipe acuérdate que mañana tienes que estar bien para llevar a los niños al desfile! No te comprometas con Alberto. Jamás he tenido problemas en la administración de mi negocio. ¡No me comprometan, por amor de Dios!— Y se dirigió a la cara de Alberto: —Tú, por favor, ya vete a tu casa, no te metas en cosas cabronas! Agradece a Dios que nada más te dio un refilón. ¡Lárguense a la calle!

Por el filo de la navaja fue silenciada la voz; interrumpida en el corte preciso de la yugular. Don Chente erizó los pelos de su canosa cabellera desplomándose con la certeza de que sus manos no serían capaces de frenar el torrente caliente de la herida en su garganta; azotó entre restos de cigarrillos, aserrín, vasos, cajetillas vacías de cerillos, pedazos de servilletas, agonizando.

¿Adónde osaba ir a parar el alma del viejo gordo? No necesitó responderse, Alberto. Algo era importante en la vida; vivir lo más pronto posible, y morir con los bolsillos repletos de dinero. Los billetes desenrollados en la vastedad de la panza, encima de la tela del mandil, ofrecían el absurdo reflejo de hojas secas sorprendidas por el viento insensato que lamía los labios abiertos y gruesos; aniquilando la mirada perdida sin poder decir adiós.

El asesino apuntó la navaja hacia el pecho de Alberto, que aguardaba la señal de ataque envolviéndose su brazo derecho en el saco. Tuvo deseos de ceder; sencillamente correr a refugiarse debajo de la inservible tarima apolillada y desvencijada. Los jugadores del billar escaparon golpeando las persianas de la entrada. No existían fronteras entre la vida y la muerte. El filo del acero podría en un segundo tallarle la respiración. Alberto hablaba en voz alta y no pudo escuchar el sonido de sus palabras.

Intentaba todavía tranquilizar a Felipe. Sin embargo, se abalanzó contra Alberto, lanzándole infinidad de cortes invisibles a todas las partes del cuerpo del amante de Virginia, quien correspondía empleando el brazo protector en forma de escudo. Felipe efectuó muchos pases sin sentido, en una especie de danza macabra; se le fue encima haciéndole otra herida en la mejilla izquierda. Alberto reaccionó ante el peligro por la sangre que le mojaba la piel, resbalándole en la quijada, y manchando su camisa. Pudo nerviosamente sujetar un palo de billar, y con este instrumento enfrentó las arremetidas de Felipe que conscientemente encogía los hombros respirando profundo al recibir el impacto de los golpes.

La navaja voló por los bloques de hielo, y Felipe resignado aceptó la descarga de palos en la espalda y en los costados del cuerpo. Adquiriendo fuerza de su rabia e impotencia, Felipe capturó varias bolas de billar, y arrojando sus proyectiles retiró a su adversario. Entonces Alberto descubrió un picahielo en el mostrador, y lo cambió por el taco de billar.

Felipe lanzó sus reservas de energía en el ataque cuerpo a cuerpo, entrando con la cabeza para derribar a su enemigo. Alberto fue atrapado por los brazos de su contrincante, quedando a su merced en un poderoso abrazo de oso. No lograba respirar, y en un descuido alzó el brazo derecho asestando la punta de su arma en la cabeza de Felipe, quien reaccionó como si hubiera recibido una descarga eléctrica; saltó dando brincos enormes, huyendo del salón México por el impacto de la punta clavada en su cráneo.

Se dirigió al atrio de la iglesia; detuvo sus pasos en la fuente de agua. Allí construyó en sus manos un hueco, y bañando su cara bebió tragos del líquido vital. Mientras Alberto observaba desde la entrada de los billares, entre las persianas de madera. Felipe integrándose al gentío, dio vueltas sin rumbo fijo. Unos amigos suyos sonrieron al mirarlo caminar como un apache que en lugar de pluma llevaba el hierro incrustado en la cabeza; la vista extraviada y los gestos sin prueba de dolor.

Los muchachos apenas pudieron controlar las bromas y carcajadas; lo ayudaron metiéndole en un taxi, cuyo destino sería la sala de emergencias de la Cruz Roja. Alberto bajó la cortina de acero y selló la puerta del lugar de la batalla; sus rodillas mostraron cierto temblor en el inicio de los pasos en la calle. La mancha roja en el cuello de don Chente, inundó el espacio de su pensamiento.

No había otra salida más que desaparecer del barrio de Santa Rosa. Tal vez tendría el tiempo necesario de despedirse de Teresa; reflexiono en que si hubiera asistido a la cita, las cosas ahora tendrían otro cauce. ¿Cómo pudo haberse olvidado? Haciendo una bola de servilletas de papel, Alberto presionó la herida en la muñeca izquierda y en la mejilla; le dolía mucho la cortada de la cara. Y caminó varias horas en las calles, antes de decidirse a dejar el barrio que lo había visto nacer.

IV

Detrás de las estructuras de la fábrica textil construyeron las barracas, en las cuales vivían cientos de obreros acompañados por sus familias. Las casas se hundían en las sombras de los muros que rodeaban el bloque de edificios y la chimenea de ladrillos. El puente del canal de aguas negras, era la división natural entre los cinturones de miseria y el barrio de Santa Rosa. Día a día la población crecía al ritmo de los telares que resonaban en el interior de los salones de hilados y tejidos. En las cercanías decenas de cantinas y prostíbulos esperaban la jornada del pago semanal, el salario de los trabajadores textiles.

Los hombres y mujeres hacían funcionar los engranajes de la maquinaria que otorgaba empleo a muchos vecinos del barrio de Santa Rosa. El vapor de la caldera emitía prolongados silbidos que marcaban las horas de entrada y salida del trabajo. Mientras la chimenea eructaba constantes fumarolas de humo blanco que en el firmamento era enviciado transformándose en nubes negras.

Alberto descendió de un camión de carga, agradeciendo al chofer que lo hubiera traído desde la ciudad de Puebla al arrogante terruño que tanto amaba. Por el sombrero de palma apretado en las cejas, parecía un forastero que no deseaba ser reconocido de inmediato. No obstante, el viento sopló derribándoselo, y al recogerlo llegaron a sus oídos las notas de una canción proveniente de una cantina.

Cuando atrapó el sombrero, pudo leer las letras El Paricutín, y empleó algunos minutos en decidirse a entrar. No tenía nada que hacer. El olor de las fritangas, los tacos, tamales, las salsas rojas y verdes, lo hicieron detenerse delante de la mujer que vendía sus productos a los borrachos y paseantes. Alberto escuchó el lamento de sus tripas y pidió cinco tamales. Comió saboreando lo que representaba para él un platillo delicioso; era la misma mujer que le llevaba esos antojos a su mamá en los años de la escuela primaria. Tardó un buen rato en masticar los pedazos de carne de cerdo dentro de la masa de maíz.

A un lado, en la calle la hilera de automóviles bloqueaba el entronque de la avenida que partía hacia el centro de la ciudad. Volvió a contemplar hacia el fondo de la cantina, el grupo de obreros e indios bebían animosamente. Dirigió sus pasos a la barra. Los desertores de la fábrica se notaban felices en desperdiciar la humanidad sin ninguna vergüenza, sin el mínimo pudor.

Los borrachos saludaron al desconocido; en gestos inútiles de bocas, lenguas y dientes manchados por el alcohol y la cerveza; restos humanos sedientos y sin dinero en los bolsillos. Alberto reconoció que formaban parte de su vida, y que esa escena correspondía a su terreno cotidiano. ¿Cómo no reconocer además a su hermano? Lo vio aniquilado sentado en un rincón, en una mesa besando el vaso de aguardiente.

No tuvo la idea precisa, y mucho menos las palabras que lograran describir el malestar y dolor de un cuchillo abriéndole las venas. Comprendía solamente que se hallaba entre los suyos. Buscó refugio y consuelo en el mingitorio, orinó largamente tratando de atinarle al agujero hecho a propósito en el piso resbaloso y maloliente. Sintiendo las gotas de la felicidad, agitó su miembro.

Un letrero escrito por manos nerviosas e inexpertas distrajo su atención:

“Favor de no cagarse fuera del hoyo”.

Alberto no pudo agregar nada. Su estómago le exigió la explosión de un pedo fuerte y sonoro. Fabricando la serie de gases demostraba el agrado de haber comido algo. Volvió a descargar los pedos igual que la chimenea arrojaba sus mejores alientos, y salió de El Paricutín. La claridad pintaba las tejas rojas, los techos de concreto y los edificios despintados por la lluvia y el tiempo. Alberto había madurado en sus decisiones durante los dos años de ausencia. Tal vez se convirtió en un hombre corroído y estropeado por el miedo a la prisión, pensó Alberto.

Todo seguía igual en el barrio de Santa Rosa. Algunas casas transformaron sus fachadas, otras derribadas mostraban los cimientos de nuevas paredes y pilares. Aunque Felipe nunca regresó a enseñar a los niños de la escuela; Alberto sabía que todavía gastaba su condena dando clases en el reclusorio Oriente. Había logrado soportar la punta del picahielo en las raíces de su cuero cabelludo; a los pocos meses de haberse recuperado fue aprehendido y sentenciado a pagar diez años por el crimen, o menos según su comportamiento.

Las cosas volvieron a familiarizarse en los ojos de Alberto. Tardó un poco en identificar la casa de sus hermanas, el nombre de la tienda, su hogar. A través de la ventana recapacitó en el brillo del resplandor de las veladoras encendidas en el altar improvisado en un tocador con la estatua de la virgen de Guadalupe, y en el moño negro en señal de duelo.

La chimenea de la fábrica arrojaba el vapor que contaminaba al caserío vecino. Mirando hacia el cielo, Alberto diseñó un plan, un programa de los acontecimientos que iba a contar a sus hermanas; a ellas porque en El Paricutín tuvo la impresión de vislumbrar las facciones hostiles de Mariano, sin ganas de vivir.

A partir de ahora pintará una raya en su existencia; será diferente la vida en compañía de sus hermanas. Todo saldrá bien, a pedir de boca. No cometerá más desgracias, y ayudará a Mariano a salir de su crisis existencial. Será otra su presencia en la casa. Tomará las riendas de la administración de la tienda. El orgullo pintó su rostro satisfecho de aceptar que tendría la posibilidad de reivindicarse con su madre. Metiendo la lleve fue sorprendido in fraganti por el calor y el olor de la cocina. Creyó que la casa estaba vacía. Hizo un esfuerzo antes de entrar en la habitación de sus padres.

Eva apareció en el fondo del patio; a señas le anunció que no hiciera ruido. La anciana lanzaba prolongados estertores de su pecho. Alberto dio la vuelta siguiendo a la mujer que arrastraba los pies al caminar. Unos segundos se miraron; indiferentemente reaccionaron abrazándose mediante el poder del olfato que identificaba la sangre de los hermanos.

—¿Por qué no escribiste anunciando tu regreso? No sabes lo que papá sufrió en su agonía. Siempre pensó en ti. Sus últimos pensamientos fueron un recordatorio de que llegarías a tiempo para su entierro. No sabes lo duro que fue para nosotros. Dos años esperándote. Un año duró su muerte, amaba tanto la vida que no quería irse sin que tú no estuvieras a su lado. Ahora es mamá la que desea seguir sus pasos. Desde hace quince días que no hace otra cosa que pedir que se la lleve su esposo. ¿Cuándo llegaste?

—Acabo de llegar hace rato.

-Aquí han pasado muchas cosas durante tu ausencia. Mariano, desde la muerte de tu padre, está muy enfermo. Lleva varias semanas de borracho. Su esposa y sus hijos ya no lo soportan, y menos sus delirios de cruda. Mariano vive ahora aquí. Hace unos días lo llevamos a fuerza a ver a un especialista, pero no hizo caso, y anda bebiendo de nuevo.

En el pensamiento de Alberto se borraron los recuerdos, y fue como si por primera vez hubiera comprendido por donde desaparecía la luz eléctrica al presionar el botón del apagador. Demasiado agotado se derrumbó en la habitación con su mente inmersa y aplastada por la total oscuridad.


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