miércoles, 17 de septiembre de 2008

Cuentos

La memoria fotográfica

Raúl Hernández Viveros



Casi todos los días, mi esposa, muchas veces, me preguntaba: ¿cómo llegó hasta aquí aquel personaje que cambió nuestras vidas? Intentaba siempre contestarle que recordara el periodo de la destrucción del mercado viejo de la ciudad. Cuando derribaron las paredes y techos, mientras las palas mecánicas formaban las zanjas de los cimientos del nuevo edificio.

Antes de fin de año, un albañil comenzó a señalar aquella figura desnuda y temblorosa, que lanzaba algunos sollozos provocados por el miedo y el derrumbamiento de su hogar, en las entrañas de la tierra. Delante de la luz artificial de las bombillas, con sus manos largas y puntiagudas intentó cubrirse los ojos.

Sin embargo, esta criatura no tuvo la mínima oportunidad de escapar, porque se deslumbró frente a los movimientos agresivos del operario. Otros albañiles empuñaron los picos, martillos, palas y cuchillos, e intentaron lincharlo. Al poco tiempo, casi en un par de horas, la noticia corrió por los barrios cercanos hasta llegar a las oficinas de los principales diarios. Con la llegada de las cámaras y micrófonos de varios noticieros, pude sentir la necesidad de protegerlo y ayudarlo a escapar.

Sentí verdaderamente que con sus ojos verdes y brillosos, podía leerme los pensamientos, su mirada exigía un poco de amor, como si se tratara de un recién nacido. En aquel instante se puso en cuatro patas; saltó y desapareció entre las colinas de arena y muros de ladrillos. Sin pensarlo, algunas personas corrieron en su búsqueda. Por fortuna era igual a un adolescente delgado, frágil, y alto, y nadie logró alcanzarlo.

Sin despedirme de los trabajadores, abordé mi coche. Enfilé rumbo a mi casa. Desde la entrada, percibí el olor de hojas podridas. A partir de aquella noche, el espécimen narraba su historia, y su lamento se transformó en palabras extrañas y demasiado exóticas. De algo indefenso brotó la fuerza conmovedora de su presencia. Todo cambió en nuestras vidas, porque el nuevo miembro de la familia se transformó en el centro de atención de la familia.

Cada día, después de hacer sus tareas, mis hijos jugaban con él. Pasaron los años, hasta que entraron a la universidad, y se fueron a vivir lejos de nosotros. Fue cuando el visitante llegó al pleno conocimiento de hablar perfectamente nuestro idioma. Una mañana, mi habitación dejó oler a musgo, y volví a conocer la tranquilidad. En las vacaciones de fin de año, mis hijos vinieron, a consolarme porque mi mujer había escapado con nuestro huésped. Por suerte, guardé una fotografía en colores. Con desdén la escondí en mi billetera, y nunca volví a mencionarles el asunto.






No hay comentarios: