REVISTA 128 JULIO / AGOSTO 2021
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Patricia
Suárez*
El quinto
piso
En el quinto piso del edificio C, vive una
mujer de sesenta y siete años, se llama Gertudris y sólo la acompaña su gato.
El conjunto habitacional en el que vive se compone de seis condominios marcados
con letras que van de la A a la F, colocados en una especie de semicírculo. El
A, B y C en un extremo, y el D, E F en
el otro. Justo en el punto medio de los seis, se ubica el edificio en el que
ella vive; esto le ayuda a tener una panorámica completa para ver alrededor de
los cincos edificios restantes, pues cuando Gertrudis se sienta desde la
ventana de su recámara, logra observar los pasillos de los edificios A y B y
los que componen el otro extremo, que son el D, E y F.
Todas las tardes,
después de las dos, aproximadamente, la unidad habitacional se vuelve
silenciosa porque es la hora del día en la que todos los vecinos se disponen
hacer la siesta, ya sea para reponer el banquete o para descansar un poco de la
jornada matutina. Es en ese lapso de tiempo cuando Gertrudis siempre se asoma
desde su ventana a observar cómo su vecina, que tiene la misma edad que ella
pero que aparenta más años, sale de su departamento que está en el quinto piso
del edificio casi enfrente del suyo, que es el F. Y desde que baja las
escaleras de cada piso, la mujer se sitúa en los pasillos de cada nivel para ir
discretamente a asomarse por las mirillas de las puertas de cada departamento.
Todos los vecinos sabían de Gertrudis, pues a lo lejos, sin importar la hora del
día, habían notado que ella siempre los miraba tras la cortina de su ventana;
usaba una de esas cortinas traslúcidas que dan paso a la luz solar y que
evidentemente le mostraba su sombra. Pero sobre lo que hacía la vecina del
edificio F, nadie había advertido esa mala costumbre de hurgar en los
interiores y de apropiarse de sus vidas y hasta la de cada una de sus familias.
A ella le daba una especie de placer y curiosidad ver el orden que componía
cada comedor en cada hogar; se detenía para mirar cada espacio por muy breves
que fueran los minutos. Le gustaba ver el orden y las formas de los platos, los
vasos, los manteles y cada accesorio que lograba captar dentro de cada mesa,
todo en conjunto. Para ella significaban los rituales que cada familia empleaba
para compartir su hora de la merienda; así lo creía desde que era una niña;
incluso buscaba detectar el olor de los guisados que en cada casa a esa hora
podría serle perceptible, porque a veces eso quizá le sugeriría una idea de lo
que podría prepararse ella misma al día siguiente. Después de la comida, le
gustaba ver cómo hacían la sobremesa y dejaban las cosas en orden (o en
desorden quienes nunca tenían tiempo para ello), porque en ese pequeño detalle
de darse el tiempo para acomodar todo, pensaba que tal vez en ocasiones a la
comida no le otorgaban el tiempo necesario para digerirla con calma. Pero
independiente de las ideas que ella podría encontrar en los detalles de las
áreas del comedor que veía, también le gustaba comparar si el acto de comer de
cada familia era igual a la de su vida rutinaria, tal vez pensando que,
encontrándoles algo diferente, podría hallar algo que la enamorara de la suya.
Gertudris no dejaba
de sentir celos y tensión por la actitud repetitiva, obsesiva y sigilosa de su
vecina, sin que nadie de los vecinos aparentemente notara el ojo exterior en
sus hogares. Toda esa actividad de espiar, le llevaba más de una hora para
ocultarse y observar los entresijos de la vida de los demás; pues en cada mirar, les
iba robando la intimidad, las pláticas, y de repente hasta las discusiones
familiares, porque esas nunca faltaban. Y así como observaba aquello también le
gustaba detenerse en los modales, las costumbres y la interacción de cada
familia por buena o mala que fuera. Esto le hacía recordar que todas esas vidas
dentro de cada familia, tenían un poco de lo que fue la suya cuando tenía
compañía, y eso no le hacía sentirse tan vacía cuando encontraba parecidos en
las vidas de ellos.
Así, cada día
Gertrudis también observaba a la mujer del quinto piso, con la misma
recurrencia que ésta veía a los otros. Nunca tuvo manera de hablar con ella, ni
siquiera sostuvo contacto de miradas; sabía que era una mujer astuta y hábil
por la forma de actuar sin que nadie lo notara. No deseaba encontrarse con
ella, ni tampoco tenía interés para saber por qué le gustaba tanto hacer
aquello, pues pensaba que si se acercaba a ella para cuestionarle sobre esa
maña de espiar las vidas ajenas, tal vez merecería un reclamo por estar vigilante
y pendiente de
lo que la
otra hacía a
los demás; o
bien, al sentirse descubierta,
dejaría de mirarlos, y entonces Gertrudis ya no tendría nada que hacer por las
tardes después de la hora de comer, perdiendo la oportunidad de poder seguir
imaginando una historia en su mente.
Las cosas continuaron
entre la vecina y Gertrudis, siguiendo su curso día a día sin que nadie de los
vecinos notara algo. Y en el acto de estar al pendiente de la vida de los
otros, sabían que en uno de los departamentos había un hombre joven que vivía
solo. Él siempre llegaba con paquetes y bolsas; la vecina observaba que en esas
bolsas llevaba su comida, se sentaba solo en el comedor, y mientras comía
sostenía en la mano la pantalla de su celular; notaba que platicaba con
alguien, que se reía y que la pasaba bien. Eso a ella le hacía pensar que no
era tan solitario, porque a la distancia alguien le acompañaba en su plática. A
veces el hombre reposaba después de comer, y otras veces aprovechaba para sacar
la basura y medio asear su espacio que era muy básico, pues sólo contaba con
una mesa y un banco; sin embargo, se notaba que en su vida diaria sólo tenía
tiempo para llegar a dormir, pues por lo común, después de comer, el joven
inmediatamente salía de su departamento. En el otro lado, había una familia de
tres, el padre, la madre y la hija como de quince años; todos los días, así
como salían juntos llegaban de la misma manera; aparentaban ser una familia
unida porque entre los tres se cargaban las cosas para salir; incluso el hombre
abría la puertezuela del coche a la madre y a la hija. Él se veía amable; pero
a la hora de comer percibía que el hombre nunca comía con ellas; las dejaba
solas, se aseaba un poco y a veces hasta se cambiaba de ropa para salir con
prisa. La madre y la hija comían juntas, pero no tan juntas, porque la primera
lo hacía en la barra de la cocina, mientras que la segunda, con un mantel de
bambú colocado sobre la mesa, usaba siempre una vajilla blanca para servir sus
alimentos; como debía ser, pensaba la mujer al mirarla. La madre y la hija no
cruzaban ni una sola palabra mientras comían. Terminaban, cada quien
lavaba sus platos
y se retiraban de
la mesa, sin
prolongar el tiempo
en el comedor. Lamentaba ver esa escena porque
recordaba esas comunicaciones que se sostenían de miradas y callados secretos
que algún día tuvo con su hija, de quien siempre le habría gustado recibir un
saludo a la hora que fuera. Diferente era el caso de una abuela, que todos los
días le dejaban el cuidado de sus dos nietos. Eran de esos niños que no se
están quietos tan fácilmente, pero la abuela tenía una gran capacidad de
control. A la hora de comer era todo un elegante ritual, pues la mesa la
adornaba con tal decoro que a la vecina le recordaba a las que había en los
restaurantes de lujo, tanto, que en lugar de un vaso sencillo para tomar el agua
como lo hacían los otros vecinos, la abuela usaba unas copas de cristal esmeriladas.
Todo siempre lucía muy selecto para que comieran los
tres tiempos que componía el menú
que la abuela les preparaba.
Porque cocinar, pensaba
mientras los espiaba, era la forma en
que a la abuela le gustaba tener el control para darles amor y protección. En
ese hogar hacían lo que los demás no hacían, porque los otros simplemente
parecía que comían sin pensar qué y cómo comían, y mucho menos se notaba que sintieran
lo que comían, pues sólo llegaban y se iban.
Gertrudis sabía
que no estaba
bien lo que
hacía su vecina
de andar espiando. Pensaba que era cansado estar al
pendiente de las vidas ajenas; a veces llegaba aun a sentir hasta la tortícolis
que la vecina podría tener de tanto estar girando el cuello para acomodar el
ojo en la mirilla. Eso la hacía sentir mal porque ambas, al espiar las vidas de
los demás, diluían la propia al estar pendientes de lo que otros hacían.
Un día, Gertrudis,
con el dolor en el cuello, decidió no esperar a la vecina, y optó por salir a
caminar para ocupar la mente y no verla más. Sin embargo, mientras caminaba por
el parque, en su mente trazaba la ruta que la mujer hacía al ir de departamento
en departamento pegada detrás de las puertas, y en cada una de ellas se iba
preguntando si esta vez el marido se habría quedado a comer con la madre y la
hija, o si ellas sacarían un tema de conversación que las hiciera conocerse
mejor; o bien, si la abuela habría podido relajarse aunque sea un momento con
sus nietos y permitirse no cocinar un día para pedir comida de esa que llaman
rápida; o si tal vez el vecino podría un día comer sin el celular en la mano.
Recorrió uno a uno los hogares en su pensamiento; pero ante la curiosidad de lo
que pasaría con los vecinos sólo aguantó un día, porque al día siguiente se
asomó por su ventana a la misma hora de siempre. Pasados unos minutos notó que
su vecina no salía, únicamente se veía una luz encendida en el pasillo; pensó
que tal vez había llegado alguno de los hijos por ella y la habrían
llevado a surtir su receta de metropolol, como era costumbre un día de cada
mes.
Transcurrieron varios
días que ni Gertrudis supo cuántos fueron y ni siquiera la vecina, quien
últimamente se sentía cansada, sin ganas de arreglar familias inexistentes de
las que nunca les reparó nada, como también cansada de no tener con quién
dialogar. No tenía deseos de salir; entonces, decidió irse a dormir sin tomar
su dosis de metropolol, esta vez sin apagar la luz, porque pensó que tal vez
sería necesaria para alumbrar los pasillos sin perder de vista las aberturas de
las puertas, aunque ahora pensaba que lo podría hacer desde la ventana de su
propio departamento.
*
Xalapa, Veracruz. Abogada y docente en la Escuela de Bachilleres
Mixta Constitución de 1917. Participa
en el taller de personajes femeninos en la literatura a cargo de Edgar Aguilar.
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