Éramos bastante jóvenes para comprender lo que había sucedido en los primeros días de aquel mes de noviembre. Pasaron muchos años, y las escenas regresaban siempre a inquietarme. La noticia fatídica fue todo un acontecimiento, que conmovió a la mayor parte de los vecinos.
Una mañana antes, cuando fui a pasear con Hortensia por un jardín próximo a su casa, me contó que su hermano Alfonso había muerto ahogado en Tampico, Porfirio se encontraba como médico visitante de un hospital, y con algunos colegas fue a conocer las playas de Ciudad Madero. Una enorme ola lo arrastró hacia las profundidades. Al poco tiempo se encontró su cadáver a varios kilómetros de distancia. Su deceso me entristeció. No pude dejar de llorar antes de acostarme y quedarme dormido, rodeado de imágenes de vírgenes y santos.
Al día siguiente, el frío de noviembre acompañó la llegada del féretro. En la hermosa casa de Hortensia, los jardines de la entrada se llenaron de parientes y amigos de su familia. Yo no quise entrar por temor a que me preguntaran sobre mi relación, amistad o parentesco. Por lo cual desde la esquina de la calle, observé el movimiento de las personas, y conté uno a uno, durante un rato, la llegada de automóviles.
Este siniestro acontecimiento coincidió con los días en que se recuerdan a los santos difuntos. Durante este periodo, los panteones se transforman en lugares de limpieza y jolgorio popular. En los mercados se venden calaveras de dulce y esqueletos de chocolate. Se construyen altares dedicados a los que pasaron a otra vida. Me gustaba este ambiente festivo. En las casas se hacía pan de huevo con formas de muñecos o tamales de pollo, pescado o cerdo.
Afuera de los mercados se vendían flores amarillas, moradas, velas de diversos tamaños, coronas realizadas con flores de plástico. Muchas personas llevaban comida y música; iban de día de campo a cantar, y comer delante de la sepultura de los fieles difuntos. Sin embargo, no logré comprender cómo o por qué las personas deberían de morir.
A esa edad de mi adolescencia, todo era como un deslumbramiento de la vida. Mi enfrentamiento con este misterio, me dejó anonadado, sin ganas siquiera de ir a pasear por el cementerio. Todo sucedió en pocas horas.
Aquella noche la casa de Hortensia se iluminó con las puertas abiertas, para que el humo de las velas brotara por las ventanas. Creo que no pudieron dormir, y entonces descubrí la tristeza en el rostro de Hortensia, cuando me dijo que en una hora se llevarían a su hermano a enterrarlo al cementerio de la ciudad.
El cortejo recorrió la avenida principal hasta desembocar en la entrada del panteón. Al frente iban sus padres y hermanos. Detrás de una multitud de personas desconocidas para mí. Casi la mayoría de jóvenes eran los colegas y conocidos de la escuela secundaria, donde estudiaba Hortensia. Tampoco tuve el coraje de llegar hasta la sepultura. A escuchar los sonidos de las ramas de los árboles, sentí claramente que eran lamentos de la tierra que recibía otro de sus hijos.
Entonces, con este ruido en mis oídos, corrí despavorido hasta llegar a mi casa. Y tuve el valor de preguntarle a mi madre sobre el destino de los muertos, y ella me explicó que existía el paraíso en el cielo; aquéllos quienes se portaron bien se transformaban en estrellas, que cada noche volvían a contemplarnos desde la bóveda celestial, más allá en el espacio infinito del universo.
A la hora de la cena, mi padre bromeó por los signos de la tristeza y preocupación que atravesaba en mi rostro, y pensamientos, alrededor de mis ojos sobresalían unos círculos oscuros, como presentimientos de nuestro destino fatal. Aquella ocasión me habló de hombre a hombre, señalándome las cosas relacionadas con los sentimientos y molestias en nuestra alma, y que ya era tiempo de analizar el papel del enamoramiento.
Aquella noche, acudí puntal a la cita, Hortensia estaba vestida de negro, en señal de luto por el fallecimiento de su hermano. Ella regresó rápido a su casa, frente al temor de que notaran su ausencia. Sin embargo, un poco antes la convencí de que fuéramos un momento al jardín próximo a su casa.
Comenzaba a anochecer, cuando sin pensarlo, casi en forma mecánica me besó en la boca, y yo sentí la deliciosa suavidad y frescura de los pétalos de una rosa. No pude reaccionar ante el primer beso de mi vida, ni tampoco pedirle que lo repitiera, y menos decirle nada al escuchar sus palabras que me volvieron a repetir dentro de mi pensamiento, que su hermano ya estaba en el cielo, y entonces me señaló las luces parpadeantes y brillantes de Venus.
Al regresar a mi casa, mi madre arrastró una silla para sentarme en la cocina; calentó en la estufa una taza de café con leche, pero yo le solicité que me diera mejor un chocolate caliente. Como respuesta ofreció también algunas piezas de pan de muerto, que ella preparaba especialmente con pedazos de chocolate mezclado en la masa de harina, huevos y mantequilla.
Mi padre se colocó frente a mi, y volvió a iniciar un monólogo en voz alta, hablaba consigo mismo muchas palabras y frases que a esa edad nunca pude comprender su significado. No obstante no se me olvidaron porque le dijo a mi madre que yo andaba por las nubes y estaba extraviado en el espacio, muy cerca de la luna. Ella respiró profundamente y se llenó, por primera vez, de valor para refutarle.
Fue el instante de aceptar que yo era su hijo predilecto, y en su intervención destacó la importancia del viaje de la estrella Venus. Realmente no me di cuenta cómo adivinó mi deseo de irme a otro planeta acompañado de Hortensia. Y me sentí la persona más feliz en el inolvidable mes de aquel año, en mi lejana juventud.
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