martes, 15 de junio de 2010

La generosidad divina* de Raúl Hernández Viveros
























Por Juan Ventura Sandoval.

En esta época de hechos funestos, de días aciagos y de esperanzas muertas; de futuro incierto; de miedos que flotan en el aire que respiramos y de certidumbres que no logramos atrapar porque nuestras manos y nuestro cerebro resultan ineficaces, la imaginación –por vía de la literatura- y la fe inquebrantable en la bondad del hombre devienen valiosos para comprender el mundo. Estos tiempos huérfanos de respuestas para paliar el dolor de las preguntas; sin asideros para mirar con alegría los días que vienen, para sobrellevar la melancolía que emana de la pérdida de algo valioso –cuya naturaleza no definimos- y que nos deprime y a la vez nos obliga a vivir, estos tiempos, decía yo, aún pueden –como en el fondo de la caja de Pandora- reconciliarnos con la esperanza.
Porque la esperanza es una fuerza que nos mueve –como el amor y la muerte- resulta grato encontrarla en muchos signos de la naturaleza, en algunos de la cultura y en contados gestos humanos. El gesto de escribir, no como catarsis sino como hecho de conocimiento, impresiona al lector y lo reconcilia con la vida. Por eso mismo a la distancia entendemos a ese predicador llamado Fulton J. Sheen, quien simplemente decía: “Vale la pena vivir.” Ese es, sin lugar a dudas, el mismo mensaje del autor que hoy nos convoca, y el motivo de su agradecimiento a aquello con lo que su fe lo liga.
Raúl Hernández Viveros ha podido de manera decantada –los años y el vivir de algo sirven- decirnos en 139 páginas de su más reciente obra: La generosidad divina (Leega Literaria, México, 2009. 139 pp), que la novela de aprendizaje, la literatura testimonial y la lírica siguen vigentes en la buena literatura. Su acto de escribir es un generoso tributo a la amistad, al amor, a las pérdidas y ganancias vitales; un reconocimiento a la importancia de la historia, que nos da las señas de identidad; un homenaje a los muertos a quienes debe su felicidad y una reconciliación con su pasado, que también es el nuestro. Por algo Sigmund Freud admiraba a los escritores por su capacidad para mirar el alma humana. Por algo Raúl Hernández Viveros es escritor.
Habría que atribuir al fatum de los romanos o a la Divina providencia la oportunidad de leer La generosidad divina: los buenos libros, de pronto, están al alcance de la mano y nos incitan a leer sus páginas, hartos acaso del ayuno en que nos tienen los libros de autoayuda o de las frases huecas que tantos escribanos pergeñan. Reencontrarse con el pasado, con los sueños perdidos o las desilusiones vividas de los personajes que han sido personas nos recuerdan la frágil condición humana que llevamos a cuestas y lastra nuestro modo de vivir. Y más grato resulta cuando su autor ha aprendido el oficio de escribir y confiesa que el parto de las palabras es más doloroso que el de la vida misma: cual un personaje de García Márquez Raúl Hernández Viveros sabe que a vivir nadie nos enseña, y nos recuerda esto: igual que en la educación tradicional el aprendizaje se logra por ensayo y error.
Para establecer un punto de equilibrio, el libro comienza con un texto de otro lector de Raúl Hernández Viveros: “La materia de la memoria” y termina con una confesión del autor: “La generosidad divina”. Entre estos dos polos se mueve la escritura de quien ya ocupa un lugar importante en las letras mexicanas. Estructurado así, la memoria se expande, se disemina, y semejante a un río va inundando todos los recovecos de la existencia. Por supuesto que en la escritura se alterna la referencia histórica con la ficción, la verdad con la mentira, la ilusión con la realidad… Por supuesto que no hace falta comprobar si tal hecho ocurrió o fue inventado: al final de cuentas el discurso -aun el histórico- algo tiene de verdad y algo de mentira, o mucho de ambos.
Fiel a su pasión por la lectura, sin preguntarle, Raúl nos deja conocer sus influencias literarias –que ya no le provocan angustia; sabemos de sus compañeros de viaje, quizá románticos, en tanto buscan la consagración en los centros rectores de la cultura del siglo XIX: Nueva York, París y a veces terminan cual personajes del cineasta Ordorika, o bajo los puentes de París al lado de los clochards de Joseph Roth; nos enteramos de los desfiguros de su corazón, diría Sergio Fernández, necesarios para una adecuada educación sentimental, y reímos con sus infortunios o lloramos cuando pinta su raya ante la calaca ¿”que le pela los dientes”?
Parafraseo a Vasconcelos: los libros de Raúl Hernández Viveros hay que leerlos de pie y sentados: en las frías madrugadas para calentar el alma y en las cálidas tardes para atenuar el deseo, que tiene muchos colores, no sólo el oscuro. Asimismo hay que tener presente esta idea de Fromm: el encuentro de dos personas siempre deja una marca. Llámense Sergio Pitol, Witold Gombrowicz, Bruno Shultz, José Emilio Pacheco, Mario Calderón, Antonio Ferres y muchos más, su nombre ha quedado grabado en previas y dispersas páginas de Raúl, porque han contribuido a consolidar su modo de sentir y de escribir.
¿Qué decir de sus compañeros de banca, de sus amigos de la infancia, de sus amores pasados, presentes y futuros, de sus grandes logros y mayores orgullos, de sus obsesiones y de los fantasmas del escritor? Todos los acompañan. En cada texto los recuerda, los hace actuar, y los llora cuando el tema lo permite o aniquila cuando la trama lo exige. Mas en cada relectura reviven y se reconcilia con ellos, en tanto el ayer no es igual al presente y nosotros –los de entonces, decía Neruda- ya no somos los mismos.
La generosidad divina devela la generosidad humana de Raúl Hernández Viveros

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