sábado, 17 de enero de 2009

Camerino Z Mendoza, Veracruz
Raúl Hernández Viveros


Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte.
Joseph Roth

A cada ser humano se le puede admirar una aureola. Aquella corona de oro que brilla bastante en las noches, como una estrella en el firmamento. Cuando el viento azotaba las calles y rincones, algunas personas de ciudad Mendoza, sentían el paso del oxigeno en las profundidades de sus mentes, y la aureola desaparecía para siempre. Recuerdo aquella mañana cuando las manos de la madre de Rubén, me trajeron al mundo. Y, a los pocos años, él consiguió brotar del vientre de la más importante partera del pueblo, quien era reconocida con el nombre de Elenita. Me contaron que Rubén tardó bastante en lanzar el primer grito. Al cargarlo su madre en su regazo, entre la penumbra refulgió la brillantez de la estrella en la frente, y la recién parturienta lo bautizó, cariñosamente, con el apodo de El Pollo. Entre los brazos de la mujer, el recién nacido empezó a llorar al sentir que ya se encontraba frente al mundo.
Años más tarde, fue en el jardín de niños que lo descubrí bailando al compás de los acordes de las teclas que la maestra tocaba en el piano de la escuela. Iba vestido elegante con un traje de marinero. Después en la primaría a la hora del recreo, yo jugaba a las canicas con Rubén. Esta etapa significó la más gloriosa e inolvidable en mi lugar de nacimiento. El periodo en que el lanzador zurdo Lozano se coronó en La Habana, Cuba, durante un juego de béisbol, y Santa Rosa, tuvo a la escuadra de Los Gallos.
Creo que por esto en el honor de Rubén, en Santa Rosa lo llamaban El Pollo, porque se pensaba que sería, algún día, un famoso beisbolista de Los Gallos. Años más tarde, volví a saludarlo en los encuentros de Los gallitos contra Los Tecolotes de los cuatro focos. Acompañaba a su inseparable amigo Perico Zúñiga, a quien aconsejaba y asesoraba en cada juego. Por supuesto, en estos días siempre llevaban la gorra con el símbolo de Los Gallitos.
Todavía no puedo asegurar quién fue el maestro entre los dos; pero es casi seguro que yo me consideraba su pupilo. Poco tiempo después lo ubicaba en la taberna de don Beto. Durante las competencias etílicas se consumían litros de ron, cerveza y brandy, mientras las hijas del propietario, preparaban los camarones con jugo de limón y suficiente picante. A los pocos años se me quitaron las ganas de soportar el ambiente de los bares, y decidí no regresar más a dichas cavernas.
Pocas veces sentí la necesidad de involucrarme en el espacio de las relaciones humanas. Por mi parte, a diferencia de Rubén, quien se transformó en un verdadero dandy, porque constantemente lo solicitaban para actuar como acompañante en las fiestas de quince años, actuaba de chambelán. También mostró sus habilidades en disertar sobre diversos temas. Espacio a lo que él llamaba el arte de la alocución, y rendía pleitesía al rito de vestir los mejores trajes de moda.
Todas estas anécdotas las relataba con verdadera maestría en las reuniones, con el Perico Zúñiga, quien en cambio se dedicaba mejor a narrar sus mejores juegos con Los Gallitos. Mientras, Rubén regresaba a sus propias y misteriosas elocuciones, rodeado de un grupo de maestros de primaria que atendían dichas fantasías, y comentarios exóticos.
Al día siguiente se celebró un baile de banderas y el centro de atención fue El Pollo. Todos los asistentes comentaban admirados la destreza de cada paso de baile o el movimiento de sus piernas y brazos que se agitaban al compás de cualquier ritmo. Sólo al final de la fiesta se despedía con el accionar de sus manos que intentaban alcanzar en la imaginación, las cabezas de las gallinas y gallos. Fue la inmensidad de su ebriedad que lo hacía semejante a un resorte gigante que se iba, sin pensarlo de lado a la izquierda y a la derecha, y viceversa. Por lo que a partir de aquel instante Rubén llegó a la conclusión de que no existía nada en poder de la casualidad, lo cual le permitía imaginar que era feliz al soñar que a cada quien le correspondía una parte discreta del paraíso terrenal.
Sin saber por qué, recordé los encuentros inolvidables y trascendentales, en los cuales hacía gala de un enorme repertorio de anécdotas sobre los personajes de Santa Rosa. Simplemente en mi mente se asomaron las imágenes detrás de la historia que intentaba contar. Tal vez ni siquiera sucedió. Sin embargo, algunas fotografías registraron aquellos momentos.
Rubén se llenó de orgullo la tarde que le presenté a Juan Carlos Onetti, quien al cumplir sus setenta años se le organizaba un homenaje provinciano en nuestra ciudad. Delante de Ángel Rama, Carlos Martínez Moreno y Erick Nepomuceno, le dije al maestro uruguayo.
Juan Carlos, te presento a El Pollo.
-¿El Poyo?
-No, el verdadero y único Pollo.
En otra ocasión pudo conocer a Julio Cortázar, y de esta entrevista guardó como un tesoro, una fotografía como muestra de que realmente aconteció. El autor de Rayuela, con el acento francés en sus palabras le preguntó a Rubén:
-¿Qué eres Pollo, una fama o un cronopio?
Rubén sintió el resplandor de la fama y el misterio de los cronopios, se atrevió a responder:
-Mis amigos me llaman el Pollo. Formo parte de la línea fronteriza entre una fama y un cronopio. Quiero contestar como lo hizo Bartleby: “preferiría no hacerlo”.
Yo por mi parte, durante algunos años dejé de creer en la amistad, y me abandoné a las divagaciones literarias. Sentía la necesidad de no estar involucrado en cuestiones de carácter social. Desde mi infancia fui un ser solitario, arraigado por la nostalgia de vivir encerrado en el interior de mi persona. Por esto me atreví a referirme a la ausencia de la amistad. A pesar de que, por cierto tenemos el don de enfrentarnos con cualquier situación y circunstancia, yo prosigo en mi afán por obtener la plenitud del olvido.
A mi me sucedió exactamente lo mismo, con El Pollo, insistí en escribir la experiencia de inventar algo parecido a La leyenda del Santo Bebedor, de Joseph Roth. Pero desde hace algún tiempo intentaba divertirme y gastar los pocos días que me quedan sobre la tierra. Voy a confesar que cada persona tiene su propio y original estilo de comportamiento, y también algunos rasgos y características que lo hacen a uno ser un poco diferente y un mucho indiferente. A sus sesenta años nada ni nadie han podido borrar la estrella brillante en la frente de El Pollo, quien se ha permitido inquietar a sus semejantes con la aureola que alumbra, sin baterías, encima de su blanca cabellera.
Y como una herencia escondí entre mis libros algunas hojas con la difícil y complicada letra de Rubén, quien al acercarse a la edad madura se dedicó a vender libros y a fundar con uno de sus hermanos, el Museo de la ciudad, en honor a su abuelo, uno de los fundadores de un pueblo de personas enloquecidas por el viento fuerte y extraño de la surada que viene desde el Golfo de México. Rubén me comentó insistió sobre la sentencia: No hay más remedio que envejecer juntos hasta la aparición del juicio final, y sin despedirse se dirigió a buscar la inmortalidad, entre las paredes de su habitación en el centro de Ciudad Mendoza, precisamente al fondo de la fotografía de esta población veracruzana.

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